“Creo que si mirásemos siempre al cielo,
probablemente nos saldrían alas”
Gustave Flaubert
Me gusta mirar al cielo. Es un vicio barato y un miorrelajante con pocas contraindicaciones, así que, a veces –muchas- dejo los pinceles con las luces de espera y me voy a mirar el cielo, aprovechando que aún me cabe en los ojos. En casa no ven en el cielo nada que exija tanto escudriño y me colocan en el cajón de los raros, de las veletas zangonas o en el de los poetas con los pies en volandas. Yo me invento otra categoría de mueca indiferente y empiezo a sentirme como un océano boca abajo, mirando hacia arriba.
Me gusta mirar al cielo. Atrincherarme en esta tortícolis de mis pupilas y meterle mano al recuerdo mientras se deja. Me hundo hacia lo alto en esta noche de nubes gordas y violetas que se le ha quedado a septiembre después de que al sol se le cayeran por fin los clavos de sus botas militares. (El otoño es un caballero, me obliga a cerrar las ventanas de mi cuarto, para no espiar mi gesto cansado al desnudarme. No es un cerdo voyeur como el verano).
Me gusta mirar al cielo. Pero siempre hay cerca un reloj con trazas de catedrático en horrores y con los minuteros en desbandada que me recuerda que la masa corporal del tiempo se aligera peligrosamente entre mis brazos. Entonces soy buena, vuelvo al trabajo, a los pinceles largos y expectantes, vuelvo como un vigía que finge estar cansado de que el sol le muerda la frente.
Después, con el torpe ademán de los que no saben ser furtivos, echo hacia atrás un brazo y toco mi espalda que está, siempre, desesperantemente cerca. Paso el dorso de mis dedos entre mis omoplatos, allí donde nacen la frustración, la rabia, el reuma y los sueños. No encuentro lo que busco y pienso: “Puede que quede poco tiempo, pero aún queda mucha espera”.