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ISSN 1989-4163

NUMERO 16 - OCTUBRE 2010

Tres Minificciones

Adán Echeverría

Un horizonte de cruces

Ella despertó con el uniforme de la escuela desbaratado. Le dolía terriblemente el cuerpo, había dormido más de 13 horas en aquel paraje sombrío. Se incorporó como pudo, subió la cuesta arrastrándose, su boca retenía las manchas de sangre ya secas; llegó hasta arriba, y su visión se perdió entre las miles de tumbas que poblaban el desierto, miró hacia atrás, y sus captores venían hacia ella, cargaban una cruz de madera, y uno de ellos se abría los pantalones mientras sonreía.

 

La mejor mujer en el sexo

En la confianza y la decisión puede recuperarse la esencia del placer. Juana lo supo con Federico. Los 200 kilos del hombre no tenían importancia para ella, su creatividad la tenía enloquecida. Había leído muchos de sus cuentos, sus ensayos y algunos de sus poemas, y esa admiración la condujeron hasta su casa la tarde que decidió conocerlo en persona. Federico estaba sentado en la sala. Roberta, el ama de llaves, la recibió: Pase señorita, el maestro espera, déme su chamarra me haré cargo, ¿quiere café?

- Gracias Roberta, puedes retirarte. La voz del maestro era el espacio de intimidad que Juana buscaba. La sala se abría para el olor a madera limpia de los libreros. Podía sentir la presencia de mundos diversos que esperaban ser visitados en los libros que cubrían las paredes. Al fondo, Federico rebosante y paciente.

Los 200 kilos eran grotescos a primera vista, pero la calidez de su voz, y esa mirada de vaca marina que bebe conciencias, eran la trampa de luz que atraía a Juana como un insecto sin voluntad.

- Vine, dijo de manera estúpida la chica.

- Siéntate a mi lado. -Ella pudo imaginar con antelación la ridícula escena de su diminuto cuerpo, aun no cumplía los 20, a un costado de la mole que formaba el maestro sentado en el sofá.

El reforzado mueble contuvo la respiración al sostenerlos. No fueron más de cinco minutos de plática para que Juana se dejara hurgar la entrepierna. Había tomado con ambas manos la enorme cabeza del maestro y se había dejado besar, besar o consumir que para el caso y el momento significaban lo mismo, y supo que debía aprovechar tamaño y volumen. Escaló sus hombros para ofrecer la vagina, hervidero de agujas, para que el maestro, con su lengua como prótesis, degustara y la arrastrara entre sus pliegues.

La erección del monstruo era irreal. La grasa hacía imposible que Juana tuviera una visión completa del miembro endurecido, sin embargo, impulsiva como era, hundió sus dos brazos entre los enormes y pavorosos muslos de Federico para atraparle el miembro y, triunfante, lo consiguió. Era pequeño, gordo y durísimo como un rubí. Sobó y sobó, mientras dejaba que la enorme lengua entrara y saliera de ella, fornicándola.
-Señorita su chamarra. -La joven se arropó repasando el momento en una larga exhalación y con la confianza que para ese entonces encerraba saberse dueña de sí.

El maestro, el filósofo, lloraba emocionado, agradecido de que al fin los años de cultivar su mente y perder su cuerpo, fueran recompensados por la enorme voluntad de amor que Juana le dispensará.

 

Pensar causa fiebre

Todas las noches Alejandra salía de su cuarto para meterse a bañar y pasaba cargando su ropa interior y con la toalla al hombro, frente a mi novia y yo que estábamos sentados  en la sala.

Cerraba la puerta del baño y tras unos minutos de espera la casa se llenaba del rumor del agua corriendo. Entonces yo perdía la cordura. Veía a mi novia sin escucharla. Mi mente se había colgado de la toalla, o de las pantorrillas de mi cuñada, y se había introducido al baño con ella.

Mi novia intentaba besarme aprovechando que nadie había cerca de nosotros, y una enorme erección se dibujaba al pensar en cada gota que se deshacía sobre el cuerpo desnudo de Alejandra.

- Estas hirviendo.

- Hace mucho calor.

- Por dios, ¿te sientes mal?, estas rojo, parece que tienes fiebre, ¿quieres que te traiga algo?

- Agua, solo agua, por favor.

Pero ningún líquido hubiera sido suficiente para la sed que me mordía.
La tortura duraba apenas veinte minutos. Al abrirse de nuevo la puerta, yo sacaba con rapidez mis dedos de la vagina de mi novia, ella se acomodaba la falda, y Alejandra salía vestida siempre con una ropa ligera, y la toalla alrededor de la cabeza.

Algunas gotas aun se apreciaban detenidas en su cuerpo, perlándole el cuello y el escote. Yo quería con la mirada acariciar su fresca vagina limpia y olorosa a mango.

Así pasaron los años.

Mi novia se volvió mi esposa y Alejandra se embarazó de un tipo que nadie conoció nunca; pero ni el hecho de volverse madre, han logrado quitarme de la mente la imagen diaria de ella cruzando frente a mi para meterse a bañar. Quién quita si algún día… quién quita.

Claudia

Imagen: Mario Testino

 

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