Durante todo el día de ayer no pude dejar de sentirme como una negra: con una sensación muy rara debajo de la boca que enlazaba directamente con África, que dejaba un sabor en la lengua como a moneda, que humedecía los ojos, empujaba la mandíbula hacia la nariz y los labios hacia afuera. Y me dolía la cabeza, dolía como si el cerebro fuera una masa de incontables globos, globitos diminutos que se iban estallando uno a uno; pero ahora no puedo acordarme si ese dolor era parte de mi africanismo o producto de la desazón que me dejó sentirme de pronto de otra raza, otra cultura, otro país y dueña hasta de otras palabras procedentes de otro lenguaje del que nunca antes había tenido noticia; palabras que sonaban a río lejano de color granate, que sabían en mi boca al grifo por el que brotaban aquellas aguas y que tenían una textura jugosa, como si fueran tortilla, pero una exótica, venida de fuera.
No podría reproducir ahora ninguno de los sonidos de aquella lengua, sin embargo; primero, porque he vuelto a ser la que había sido antes de ayer y mi vida entera, y las palabras con las que hasta entonces me había expresado han barrido las nuevas con diligencia y, sobre todo, naturalidad; y además porque el nuevo lenguaje había repercutido en mi cuerpo sólo como repercute en un bebé desde que nada en el útero de su madre hasta que puede hablar con algo de fluidez: era para mí, como para él, familiar e identificable y me producía ya hacia el final del día cierta satisfacción escucharlo dando vueltas y voces en mi propia mente, quizá porque lo lograba entender de algún modo gracias a una fibra muy íntima e inexplorada de mi ser; justo tal y como hacen los recién nacidos o los todavía por nacer, pero al igual que ellos era incapaz de imitarlo.
Sentirse como una negra.
Confieso que no me había pasado nunca, y que tampoco sé descifrar la causa definitiva, aunque hoy cuento con dos hipótesis. La primera de ellas se basa en una manifestación genética de efectos retardados procedente de un posible antepasado de raza negra, al que la acumulación de mestizajes con personas de raza blanca ha hecho invisible ya en mi piel, pero no todavía en mi biología (quizá sea esa fibra íntima y desconocida que se rebeló sin avisarme por despecho y ganas de notoriedad). Pero deduzco que tengo más fe en la hipótesis que expuso mi amiga Elena, que a su vez había escuchado en un medio alternativo de los que ella sigue.
Dijo que ciertas empresas están experimentando nuevos medicamentos que en estos tiempos de globalización y capitalismo harán que nos sintamos de algún modo más semejantes unos a otros, todos iguales, casi: algunos un poco más negros, otros un poco más blancos, los más bajos un poco más altos y los más bajos un poco más altos; sostiene que ése es el siguiente escenario después de haberse unificado el idioma, la comida, la cultura, la forma de vestir y hasta el aspecto planchado de la piel del rostro. Aunque le repliqué que eso es indiscutiblemente imposible, puesto que lo que se sigue, copia y reproduce warholianamente es el estilo de consumo roto de EEUU, y aquello que este país elige como digno de atención, no de una sociedad cualquiera, menos una de África, ella insistía y no me dejó convencerla. Aseguraba que esta vez se trataba de un cambio de estrategia por parte de este país que intentaba no tanto expandir, no ya, como de homogeneizar las características humanas; que dichas empresas debían de haber comercializado ya el producto, y que en la farmacia lo habrían confundido antes de ayer con las pastillas para el insomnio que tomo cada noche. “Es cierto lo que dices -traté de persuadirla-, con la salvedad de que hoy he vuelto a ser de mi propia raza aún cuando anoche me tomé la pastilla”. Elena no se arredró. Alegó testaruda que la caja de pastillas que yo había comprado contenía probablemente muestras de sensaciones y emociones experimentadas por diferentes razas, no sólo la negra, y que si hoy no me había sentido de otra sangre distinta a la mía sería por la pastilla que tomé ayer, indudablemente de rama europea, quizá española; sostenía, asimismo, que si seguía tomándolas, mañana los efectos seguirían y serían distintos a los de ayer y a los de hoy. De tal modo que podría llegar a creerme tan rubia como una noruega, tan gorda como una americana o hasta bajita, casi como una esquimal.
Pero yo, desde luego, he decidido que no voy a dejar de tomarme mis píldoras. Se lo he dicho a mi amiga Elena aunque no el porqué; no el de verdad, al menos. Simplemente fingí que no la creía. Supongo que prefiero la conmoción de sentirme de otra raza pese a que me pille desprevenida y me deje la boca tan seca como una moneda sobada y recuerdos de ríos de sangre, a verme muy en mi raza pero muy distinta a lo que se lleva. Y con problemas para dormir.