En la mesa del despacho sigue el teléfono. Lo recordaba más grande -pienso nostálgico-, mientras le quito el polvo con cariño, pasando mi mano por sus suaves formas. Es de baquelita, de los años 50, negro azabache, con un dial de disco transparente sobre fondo blanco. No puedo evitar hacerlo girar, para arrancarle el sedante sonido tan característico de los de aquella época…..nah, nah, nah, nah, nahx….rrrrrrrrrrrrrrrrraccc. Es hipnótico y terapéutico, y aunque hace más de treinta años desde la última vez que se usó para llamar a una ambulancia, me retrotrae a otros momentos mucho más felices de mi vida.
Siempre ha estado ahí, sobre la mesa de roble, desde que tengo uso de razón, cuando con mis hermanos nos colábamos a escondidas de mi madre, para meternos bajo la mesa, registrar los cajones -con sumo cuidado para no dejar rastros-, jugar con la lupa, la lámpara de latón, el abrecartas, o aquel viejo calendario al que a diario mi padre le pasaba, como un librito, la hoja del día que acababa de morir y que nunca regresaría. Pero sobre todo entrabamos en ese gran mausoleo que era el despacho de mi padre para jugar con el teléfono. Girábamos el disco e imaginábamos que llamábamos a lugares exóticos, o que hablábamos con nuestras novias imaginarias para invitarlas a ir a un baile, o con nosotros mismos, en un futuro lejano, cuando fuéramos adultos. Alguna vez no mantuvimos bien apretada la palanca para colgar, y alguien salía hablando al otro lado del auricular...brotaba entonces una voz metálica que carraspeando preguntaba que quién llamaba…colgábamos entonces asustados, y entre risas histéricas salíamos corriendo del despacho con el corazón en la boca.
El almanaque me vuelve a mirar con sus dos anillas plateadas, atornilladas a una base de plástico negro y rígido. Aun está abierto por el día en que mi padre, -trabajando en su despacho a deshora, como siempre, para poder arañar algo más de dinero- clavó su cabeza sobre el tapete de cuero verde que cubre el centro de la mesa, cuando su corazón maltratado por la vida, por el trabajo y por mi madre, dijo basta ya, ya es suficiente, dejémoslo aquí. La blanca hoja de papel desde su callada timidez, me recuerda todo aquello. Precisamente hoy es el aniversario de su muerte y el destino ha querido que me encuentre de nuevo aquí...Sábado 31 de noviembre de 1984., Santos Urbano, Narciso, Nemesio y Lucila...Tras aquel día, nadie ha pasado página, como si el esfuerzo de la vida de mi padre hubiese sido tan estéril que ninguno seguirá sus pasos, como los que mueren sin descendencia, sin haber enseñado algo a los demás, o sin haber dejado -simplemente- un recuerdo grato entre los que se quedan.
Repaso los rincones de una casa abandonada hace años, desde el día en que mi madre pegó el portazo y salió escopeteada, con sus tres hijos varones bajo el brazo, para esconderse en Utrillas, el pueblo de sus padres, con una mano delante y otra detrás, antes de tener que enfrentarse cara a cara con mi abuela Herminia, dueña de esta casa y de nuestras vidas, que siempre culpó a mi madre de la desgraciada vida y prematura muerte de su hijo. Paseo meditabundo entre la oscuridad que me tiende la madrugada, bajo la luz de unas resecas velas que he encontrado en un cajón, y descubro que misteriosamente todo está en su sitio, justo como lo mantenía en mi recuerdo. Una casa cerrada tanto tiempo y que no haya sido asaltada en los días que nos ha tocado vivir, es un auténtico milagro. Es cierto que está en una de las zonas más nobles de Zaragoza y que la presencia vecinal y policial es grande. Además las enormes zarzas quizás hayan hecho imposible saltar los altos muros perimetrales que delimitan el patio de los naranjos y la casita de madera. Pero aún así no puedo imaginar qué ha podido mantener a raya a ocupas, ladrones, drogadictos, prostitutas de medio pelo o a simples parejas de enamorados sin recursos, como para que no hayan entrado en la casa. Mientras me sumerjo en estos pensamientos paseo por mi nueva propiedad, fruto del inesperado legado de mi longeva y riquísima abuela Herminia, que inesperadamente me ha devuelto a mi olvidada infancia. Sigo en esta cápsula del tiempo observando con la desfiguradora luz de mi improvisado candil, los cuadros de mis abuelos paternos, el enorme escudo con el árbol genealógico de los que me precedieron, los muebles de caoba, y la enorme biblioteca anexa al despacho con los libros de derecho procesal y la toga de procurador de mi padre que, perfectamente doblada sobre una silla, se muestra como si él acabara de llegar del palacio de justicia y se dispusiera a abrir alguna de las licoreras de cristal tallado que, aún llenas, reposan en el anacrónico mueble bar art decó en madera y plata que decora la estancia.
Aún no ha amanecido pero ya es el día de todos los santos, y aunque no soy muy creyente, me vienen a la cabeza las imágenes de mi padre y mis dos hermanos, que tampoco están. Sus vidas desordenadas y frívolas les pasaron factura. Sergio murió de sida al final de los 80, siendo apenas un chaval. A Adolfo se lo llevó el Covid en la primera oleada. Se nos quedaron muchas cosas por decir. Con mi padre porque siempre estaba trabajando, pero del que recuerdo la dulzura de sus ojos cuando me miraba, y la manera de pasarme la mano por el pelo cuando me hacía el dormido. Con mis hermanos porque la huida a Utrillas, a la dura vida de semi-pobreza a la que optó mi madre, por vergüenza o quizás remordimientos, nos cargó de obligaciones y desencuentros. Ahora pienso, desde la perspectiva del tiempo, que no tener más momentos juntos nos robó lo que habrían sido los mejores años de nuestras vidas.
Me siento en la mesa del despacho, entre melancólico y emocionado, con mis recuerdos a flor de piel, e intentando decidir qué hago con mi vida y con el inmueble que me ata a ellos; me comen las deudas, pero esta casa está preñada de vivencias hermosas y de los recuerdos de quienes fueron las personas más importantes de mi vida. Si pudiese hablar con papá, él me aconsejaría. Juego con el interruptor de la lámpara, inútilmente, pues sólo me alumbran las velas en una casa donde el agua, la luz y el teléfono llevan treinta y cinco años cortados. Me he servido todo el coñac que quedaba en una de las licoreras, en un sucio vaso de cristal de Bohemia con asa y base de zinc. No sé si será el cansancio, la bebida concentrada en exceso tras tantos tiempo – pienso que quizás sea la copa que mi padre nunca pudo compartir conmigo-, el olor a madera y cuero o los fantasmas del pasado, pero lo cierto es que me envuelve una atmósfera mágica y misteriosa en una noche como esta, en la que desde que el hombre es hombre, los muertos han vuelto del más allá, vagando por los lugares que en su día frecuentaron, para cerrar heridas, dar consuelo a los vivos y quizás dejar un atisbo de esperanza a los que aquí se quedan. Lo cierto es que mi mente empieza a enrocarse, sumiéndome en un deseo triste e intenso de volver a escuchar las risas de mis hermanos y la voz profunda y penetrante de mi padre que, me dijera lo que me dijese, me transmitía serenidad y equilibrio. Más que un deseo es una necesidad que me lleva a la locura. Mi mente hierve, el pulso se me acelera, y un frío intenso congela los sudores que empiezan a chorrearme por los costados. Me siento febril, hipnotizado, y mi corazón se me dispara.
Es justo entonces cuando el teléfono del despacho empieza a sonar.