Santiago espera los minutos que faltan para que amanezca, saboreando el café frío y amargo de su inútil termo de aluminio. Lo hace con solemnidad, reflexionando sobre el momento profesional que está viviendo, con la mirada perdida en todo lo que se le viene encima y las consecuencias que le traerá, mientras intenta digerir racionalmente recuerdos, miedos y emociones y que le colapsan respectivamente cabeza, garganta y pecho.
Meditabundo espera sentado al volante del destartalado Jeep Wrangler, incómodo y sucio como un potro de tortura; el que lleva conduciendo toda la noche, el mismo que le ha acompañado en cada proyecto desde hace más de veinte años. Lo ha parado en la parte más alta de la formación kárstica que aparece ante sus ojos, desde donde domina la vaguada que empieza a dorarse a cada minuto que el crepúsculo avanza por su retaguardia. Barre con la mirada los sectores ya excavados y las parcelas delimitadas con pinchos de hierro, setas de plástico rojo y cintas rojas y blancas; observa la caseta del guardia de seguridad, las sombrillas y las improvisadas tiendas de campaña destinadas a proteger a los hombres del sol, y a las herramientas e instrumentos del relente nocturno, mientras la luz del alba empieza a pelear por hacerse un hueco en la jornada que comienza, utilizando su arsenal de amarillos, naranjas y rojizos. Los colores que necesita la alborada para poder ser, para poder existir un día más.
Los cristales empañados que le rodean le dejan ver como el sol brota rebosando por encina del farallón, y mientras disfruta de un paisaje saturado de tonos pasteles, lidia con el miedo a salir del coche, enfrentarse al mundo y que su pequeña pero pesada caja de Pandora ya no se pueda cerrar. No termina de encontrar el momento justo; como cuando pretendes dar el primer beso, confesar tu peor verdad o dar el último portazo a un amor podrido. Al final, el sonido del motor del coche de relevo del servicio de seguridad, decide por él. Entonces una urgencia ridícula, infantil, le impulsa a ser el primero, a llegar antes que nadie al yacimiento. Mete precipitadamente el termo en la guantera, baja del coche, se cierra el polar y se cala la gorra. Cierra entonces la puerta con tal vehemencia, que retumban las dolinas aledañas con un eco sordo y sostenido; y las gotas de rocío que dormitaban plácidas sobre el vehículo, despiertan enervadas, derramándose como goterones brillantes que recorren el viejo 4x4, en búsqueda del suelo húmedo y protector.
Los operarios empiezan a llegar intermitentemente, en todoterrenos Santana de color blanco – todos con el logotipo de la Junta de Andalucía-, y se van bajando somnolientos y en silencio, mirando recelosamente a Santiago, que lleva hablando de temas intrascendentes con el vigilante de seguridad algo más de veinte minutos; lo hace para hacer tiempo, pero sobre todo para aparentar esa imagen de experto por el que todos le toman. Ciertamente su paso por la Dirección General de Bellas Artes y Patrimonio Cultural del Ministerio de Cultura, y su actual puesto de responsable de Museos de la Junta de Andalucía, le avalan en el pequeño mundo de eruditos e investigadores como el historiador y arqueólogo de referencia. Sin embargo hoy se siente inseguro, igual que en su primer campamento arqueológico, como si todo el Orbe le observara. Algo sin sentido, pues sobre sus espaldas reposan multitud de conferencias, seminarios, cursos, publicaciones y cientos de horas de buceo intenso entre los fondos de museos, archivos, bibliotecas y hemerotecas; pero sobre, su trayectoria profesional se ha basado en el ingente trabajo de campo, escrutando vestigios y recuperando reliquias de campos de batalla, fortificaciones, asentamientos, fosas comunes y necrópolis de medio mundo.
Del último vehículo -también oficial, pero en este caso un Range Rover totalmente nuevo- se bajan tres mujeres. Santiago sabe con antelación con quien ha de reunirse, así que por el aspecto, fácilmente discrimina quién es quién; la arqueóloga de verdad, la de despacho que nunca ha pisado un yacimiento y la responsable política, que se llevará las medallas; ésta última perfectamente vestida para cualquier ocasión, excepto para esa.
-Gracias por haber venido tan rápido señor Saldaña- dice la hembra alfa.
-No. Gracias a ustedes por avisarme. Llevo décadas dándole vueltas a esta zona, y quizás sea parte de lo que llevo buscando hace tiempo, señora Delegada.
- Llámame Laura. Y de tú.
-Pues...¿Podemos ir a verlo... Laura?
-Seguidme, conozco el camino- Interrumpe “Nany”, la arqueóloga titular que dirige el yacimiento, con una sonrisa cómplice.
Tras el breve intercambio de saludos y buenas intenciones, los cuatro se dirigen hacia la zona recientemente excavada, pasando entre fosas y la planta de una terma casi intacta, mientras ya los encargados de cada sector, bajo la supervisión de unos jovencísimos becarios, han distribuido los tajos y están dando a cada cuadrilla las instrucciones propias del día. Algunos trabajadores se sonríen al paso de la breve comitiva, al ver el atuendo y la torpeza para moverse entre piedras de alguna de las visitantes; aunque rápidamente son censurados con una mirada de la guía del grupo. El sol está ya totalmente fuera, y en poco tiempo las 14 personas que trabajan en el campamento, estarán arañándole al pasado pequeñas cápsulas del tiempo, rescatando del olvido historias de aquellos que fueron felices o desgraciados justo ahí, en estos mismos sitios de los que hoy nos sentimos dueños legítimos.
Encarnación Matador, “Nany”, es la arqueóloga jefa que dirige el yacimiento. Se ha especializado en la época romana republicana, pero años de docencia e investigación junto a muchas horas bajo el sol, la hacen una persona con una gran capacidad de análisis y dominio del entorno histórico, sea la época que sea. De hecho, Santiago está seguro que le ha llamado haciéndose un poco la pardilla...porque aunque no se conocían en persona, el contacto telefónico y electrónico siempre ha sido fluido, además de un recíproco interés profesional; y ella de sobra sabe el inusitado interés que él tiene por las fosas comunes de la Guerra Civil en esa zona. En todo caso, ella es una mujer que se mueve con soltura entre telescómetros, brochas y punzones, siendo su entorno natural cualquier excavación terrestre o sumergida. Es de esas personas que irradian optimismo y ganas de superación, pero con tal humildad y humanidad, que siempre queda patente su intención de no destacar o llamar la atención por sus méritos; si acaso esperando que sean otros los labios que los comenten.
-Llevamos en esta zona cerca de tres años -continúa Nany- desenterrando la necrópolis contigua al emplazamiento romano...aún así no cesan de aparecer restos del Neolítico, del Calcolítico y de la Edad del Bronce; en la mayoría de los casos nos hallamos aún en la fase de prospección y excavación, aunque ya tenemos piezas en laboratorio y en fase de catalogación. Sin embargo estos muertos son recientes, de tu época...¿No Santiago?
Santiago totalmente absorto pide un lámpara mientras asiente con la cabeza. Ante sus ojos se encuentra una zanja de unos ocho metros por dos, semiescondida en una dolina que le sirve de entrada; los estratos muestran que ha sido removida no hace más de cien años. No es normal encontrar una fosa común tan pequeña y tan lejos de todo. En ella yacen los esqueletos de cinco adultos y dos niños. De los adultos, cuatro son prácticamente adolescentes, y conservan correajes y alpargatas militares; el quinto lleva botines civiles y restos de una chaqueta de tela gruesa con algunos botones de nácar. Aún unido a un botón, se aprecia la cadena de un reloj de bolsillo que ha desaparecido. Al lado del civil, dos niños de unos ocho o diez años reposan apartados de los demás, con sus dentaduras abiertas e intactas, y pequeñas cruces verdosas de óxido de plata, aún colgadas de sus pequeños cuellos. Aunque los niños tienen el cráneo hundido por la presión de la onda expansiva -los disparos a bocajarro en la sien suelen tener ese efecto-, los otros están enteros y en relativo buen estado.
Nany y Santiago se meten literalmente en el osario. Piden material de trabajo a un operario y se enfundan los guantes. Con cincel, martillo y brocha empiezan a leer lo que pone en ese lienzo tridimensional y retorcido, escrito hace 85 años con trazos de sangre, pólvora y lágrimas.
La dos mujeres de la visita, totalmente ninguneadas y aburridas, terminan excusándose y marchándose al coche, donde prometen aguardarles; coche que saldrá para la capital tras cuarenta minutos de infructuosa espera.
Pasan horas, que a ellos les parecen minutos, mientras continúan desnudando huesos y pequeños objetos personales de manera serena y paciente.
-De esta época no es normal encontrar prendas de vestir –Apunta Santiago, cada vez más excitado por todo o que va escupiendo la tierra- salvo la pana que aguanta mucho más que el algodón o el lino. Pero sí es habitual que aparezcan objetos de cuero, sobre todo cinturones, carteras y suelas de las botas, y todo lo de metal, por supuesto, aunque depende del terreno y la humedad de la zona. Se nota la precipitación en la ejecución, sobre todo por el único tiro de pistola en la cabeza. Los fusilamientos suelen ser desde cierta distancia y siempre con arma larga. Luego el oficial pasa y da el tiro de gracia. Pero aquí no se ve ese procedimiento, han ido con prisa, lo que denota -junto al hecho de que haya dos niños-, que fue algo personal. Muy personal.
Santiago abre su mochila y saca nervioso su libreta de notas, aunque sabe que no le hace falta comprobar nada más; aun así coteja notas tomadas hace años...rebusca copias de fotos viejas subidas a la nube, a través de su móvil y lee también algunas partes de su último libro editado sobre el tema. Los ojos le brillan. Cree tener la identidad al menos del civil y de los dos niños, mucho mas fáciles de rastrear que los militares. Todo coincide...lugar, fecha y hasta algún efecto personales recabados de testimonios de los familiares sobrevivientes. Un becario les trae café. Nany le observa como una alumna aventajada a su profesor favorito, mientras se toma su café. Santiago rechaza su taza. Se levanta y se aleja de ellos con su teléfono para hacer una llamada.
- Mamá, ya tengo al abuelo Santiago. Y a los tíos Víctor y Tomás. -gimotea- Llevo toda la vida buscándotelos...
Una anciana llora, teléfono en mano, a varios cientos de kilómetros de allí. Aprieta en su mano un viejo reloj de bolsillo que desde niña le cuelga del cuello; el que le pidió su padre que guardara, hasta su vuelta, mientras se lo llevaban junto a sus dos hermanos mayores, la misma tarde en que habían hecho la comunión.