Con Daniel Craig James Bond ha perdido glamour. Sin tener nada en contra de los fontaneros polacos, le comenté ayer a una amiga que el último 007 me parecía uno de ellos. Nada hay en este tipo de aquel personaje plano y tontaco que se movía por el mundo impecablemente vestido, se las apañaba con una pistolita y un coche muy molón, bebía Martini dando instrucciones al camarero y se rodeaba de señoras estupendas en modo " vestido escotado y moral distraída". Me gustaba aquel tontaina misógino concebido por su autor como respuesta al ideal de seducción y lujo cosmopolita de una época de la que nada queda. El amigo Craig se desenvuelve, sin embargo, regalando patadones y golpes de kárate, maneja armas imposibles y liga con señoras en pantalón caqui y niki astroso. Ana de Armas, en vestido de noche y arropada por la decadente Cuba, cruza la pantalla en un pispas, sin dejar rastro. Al final del bodrio James muere, tras saber que es papá. El relevo lo toma (¿En serio?) una agente negra deslenguada y con mala gaita.... ¡Sólo le falta conducir una Kangoo y beber Bitter Kas! Amigos nostálgicos, en aras de lo políticamente correcto, ya nada será igual.
Eso sí: en los minutos finales, se nos regala una frase para el recuerdo a modo de epitafio. Dice algo así: la obligación del ser humano es vivir, no existir.
Ahí sí, ahí le has dado.
Y perdón por el spoiler.