Igual que en la obra teatral de Pirandello, seis afectados por el síndrome del aceite de colza fueron al Museo del Prado en busca de una respuesta, una explicación, algo con lo que rellenar cuarenta años de vacío y abandono gubernamental. Se refugiaron frente a Las Meninas, tal vez el lienzo más hermoso y complejo de la pintura mundial, se plantaron delante de Velázquez, el perro, las infantas, los enanos, acaso con la idea de que el pintor inmortalizara su desgracia. Total, llevaban cuatro décadas posando y las que les quedan, de modo que Velázquez bien podía tomarse otras cuatro décadas para preparar la pintura y otros cuatro siglos para terminarla, porque en Las Meninas no sólo está pintado el aire, el aire lúgubre, viciado y recalentado del poder, sino también el tiempo, el tiempo torpe y kafkiano de la burocracia, y cada vez que un español pasa delante del cuadro, Velázquez le toma la medida y mezcla los pigmentos con paciencia infinita. Mejor esperad sentados -dice-, porque en España la justicia no llega nunca.
Al fondo del lienzo (junto a la escalera donde el aposentador de la reina aguarda eternamente en las escaleras, sin saber si viene o va, como la justicia en España) la pareja real se asoma en la bruma de un espejo, dos figuras perfectamente intercambiables que han ido escuchando y pasándose por el forro las quejas del pueblo a lo largo de siglos y decenios. Al fondo del espejo primero estaban los reyes y luego los presidentes: vino Leopoldo Calvo-Sotelo, que en paz descanse, vino Felipe González, vino José María Aznar, vino Zapatero, vino Mariano Rajoy, vino Pedro Sánchez, y ninguno de sus respectivos gobiernos ha tenido ganas ni tiempo en cuarenta años de democracia para responder y atender a los mendigos de la colza, los enanos de la colza, los más de 25.000 españoles afectados por un envenenamiento masivo que dejó más de cuatro mil muertos.
Con la tragedia de la colza pasa lo que siempre pasa en España, lo que pasó con los veteranos de la Guerra de Ifni, que todavía, más de sesenta años después, continúan reclamando y reclamando; lo que ocurrió en Palomares, que pudo haber sido nuestra Hiroshima o nuestro Chernobyl y acabamos haciendo chistes de Fraga en bañador de cuello alto; lo que ocurre con las docenas de miles de esqueletos anónimos enterrados en fosas comunes, en el campo, en las cunetas. En España la historia se repite desde el Cid, qué buen vasallo si hubiese buen señor, desde Ramón Villaamil, el anciano cesante de Galdós, que se muere esperando que le den un cargo. No dé tanto la murga, hombre, y vuelva usted mañana.
Los seis suplicantes de la colza imaginaron un drama en el que pensaban suicidarse delante de Las Meninas si el presidente no se compromete a arreglar su situación, pero al final no hizo falta que cumplieran la amenaza, si ya llevaban cuarenta años suicidados. Quizá se equivocaron de sala, quizá debieron haberse plantado frente a los Fusilamientos del 2 de mayo o La carga de los mamelucos, porque las tinieblas de Goya armonizan mejor con la masacre de la colza y la incuria criminal de las autoridades. Eligieron Las Meninas, sin embargo, porque saben que Velázquez va a incluirlos junto al perro, los enanos, las infantas, junto a guerras civiles y catástrofes, todas las esperas interminables y todas las heridas sin cerrar de esta injusticia llamada España.