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ISSN 1989-4163

NUMERO 107 - NOVIEMBRE 2019

 

Los Cerezos Escondidos - Tetralogía para otoño: Las cuatro estaciones - 3. Tokio (La noche equina)

Ramón Asquerino

«Su próximo náufrago de tu mismo cuerpo
 te indicará la siguiente estación,
el lento respirar de las flores
y el vaho silente de los colores»
Fuji: Su próximo náufrago

«La noche sosegada,
en par de los levantes de la aurora»:
Juan de la Cruz, Cántico

 

No duerme Tokyo, sueña;
vientos a especias de siglos consagradas,
rotas las calles de anuncios velan
lunas de escaparates sin luna,
mascarillas, cristales empinados
por acechar el último piso,
miradas ahítas de neón;
 luminosos que se caen y se levantan
como párpados de luz crujiente;
intermitentes, los cruces se empujan
precipitados por entornadas callejas,
compungidos y oscuros con la noche
cerrada a esta inmensa ciudad abierta,
sin un Lorca al que agarrarse a su hombro;
ordenan semáforos ininteligibles
—testigos sesgados por los ojos
sosegados— los pasos cebras de piel
rayada, cuyas ancas inmensas
 lloran por el peso de las pisadas
reiteradas y muy poco piadosas;
arriba, siembran cristales caprichosas geometrías,
la luna se escuece en diagonales
tras límites escalando sin pausa, erguidos
árboles sin suelo en duelo a sombras
donde la niebla no tiene paz;
hieren los perfiles de los escaparates
el aturdido clamor de las casas de juegos,
del que va pensando el silencio,
el trajín en los oídos de los auriculares,
la soledad compacta del móvil,
las ondas como un techo invisible,
la luna dolida sin lunas donde mirarse,
la niebla escapada de sí misma
con su mano que reparte el pan caliente
de la aurora.
Todos espantamos a la noche,
que se huye como una cebra sin sabana
por entre su salvaje nube.
De los árboles se desentienden el cielo y el aire,
neones de ruidos como avalanchas gastan la noche.

La noche refugiada en su inútil oscuridad, liviana,
secreta, aterida al encontrar sus desnudos,
sus ojos cerrados, su manta, y así
 rebujarse sin ruidos en su almohada,
mientras los cerezos escondidos
juegan al veo-no miro contigo.
Los cerezos escondidos a la espera
insomne de los trenes
reclaman tu mirada
—ojos escindidos como bocas en hiato—
 y los trenes te insisten con todos sus largos horarios,
 dextrógiros puntuales como tu cita
con esta noche herida de bullicios.
Y tú, como un triste secreto sin anuncios.

La estación sucumbe al azul
peso específico, amamantando en su pecho
—«La leche tibia del cielo se derrama en silencio sobre todas las cosas»—
un monstruo de luces cegadoras,
bajo todos los reflejos de las calles,
inertes, sordos, desmayos dichosos.
Geometrías germinando azarosas,
árboles sin suelo,
donde siempre se sembrarán anuncios.
La noche sosegada,
en par de los levantes de la aurora
tiembla, masculla, tirita,
se esconde con los cerezos,
se va por la estación a amanecer.
La soledad va andando de perfil,
por los andamios del miedo
con vértigo a extraviarse ante el gentío,
cruzando por el paso cebra
y oyendo los gemidos de ese animal
sobrecogido por su lomo:
holladas huellas de zapatos y neumáticos,
marabuntas de prisas y velocidad,
de lluvia acampada bajo los faros,
dormitando humedad madura,
hasta despeñarse de la noche
y desatarse de su agua en caprichosa
 escritura por plazas y esquinas;
la noche equina, ajedrez
jugando al azar con las luces torpes
de la gallina ciega de luz y marzo
por esa estación inerte, pálida,
tímida, expectante al silencio de este nocturno,
bajo un sueño de desnudas lluvias.

Aquí no hay más náufrago que la noche idéntica,
en par de los levantes de la aurora,
y esta multitud, indolente desidia entre cuerpos
 bajo sus cuatro estaciones.
Los cerezos escondidos
y la noche, equina, en su escaque,
esperando la voz de otoño,
de par en par los levantes de su aurora.

 

 

 

 


 

 

Tokio 

 

 

 
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