Cierro los ojos y puedo recordar aquella vez que la tuve en mis brazos; su suave olor a lechita agria, los carrillitos tibios, su pequeño cuello que podía sostener con una mano, la mínima vellosidad que la pintaba rubia; apenas y podía con mi entusiasmo, mi mano libre temblaba. Exhalé profundo y sumergí la punta filosa en el rollito michelín que tenía por brazo. La cantidad exacta de miligramos, no más, el resto es sólo paciencia.
Meses antes, estando de compras me había encontrado un adorno de pared en el departamento de bebés, era la silueta de un árbol con unas manzanas desprendibles; en cada manzana se coloca la foto del bebé y éstas a su vez adornan las ramas del árbol. Era perfecto para mi cuarto.
La nena de los carrillitos tibios era la segunda de mis víctimas y merecía un lugar en el árbol de la muerte.
Por eso cuando el profesor nos encargó de tarea escribir sobre “Dos niñas aparecen colgadas en un mismo árbol”, mi corazón latió muy fuerte, estuve a punto de pararme y salir corriendo.
Estar ahí no era casualidad, pasaba muchas horas en el hospital y el doctor recomendó una actividad ajena a mi servicio como enfermera:
—Es usted muy dedicada pero no puede seguir trabajando tanto; “escritura terapéutica” eso es lo que le recomiendo, inténtelo.
Y aquí estoy, viendo a mis compañeros del taller, Rudy y Mónica frente a mí, que atienden la clase atentos; y yo tengo que poner una mano en mi boca, tengo que cubrirla, no quiero que vean que no puedo parar de sonreír.