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ISSN 1989-4163

NUMERO 97 - NOVIEMBRE 2018

Lecturas Inactuales (XIX) - La Casa de Bernarda Alba - Federico García Lorca

Luis Arturo Hernández

DESDE LUEGO QUE NO o UNO DE LOS MIL MODOS POSIBLES DE ESCRIBIR
                                  LA CASA DE BERNARDA ALBA
(Esto no es LA CASA DE BERNARDA ALBA, de Federico García Lorca, versión de José Manuel Mora. Dirigida por Carlota Ferrer. Con Eusebio Poncela como Bernarda. Teatro Principal Antzokia, Festival Internacional de Teatro, Vitoria-Gasteiz,19/10/2018)
      “Yo no tengo un juicio claro sobre mi obra. Si la volviese a escribir lo haría de otro modo, en uno de los mil modos posibles. Por eso creo sinceramente que todos los críticos pueden tener razón al juzgarla, cada uno desde su punto de vista.”
                                                       Federico García Lorca

         “Según parece, los antiguos atribuían una influencia nefasta a los días caniculares y por ello, para alejar desgracias y desventuras, sacrificaban un perro rojo a Canícula.”
                                                       Gonzalo Hidalgo Bayal, El espíritu áspero

  El travestismo, que por razones morales adjudicaba a actores efebos papeles femeninos en el teatro isabelino—véase Valentín, de Juan Gil-Albert—, se presenta en la enésima puesta en escena de La casa de Bernarda  Alba—aunque hay versión cinematográfica reciente, Bernarda, más audaz  aún, que no hace al caso— por unas deliberadas razones éticas y estéticas: empatía del varón dominante con la emoción de mujeres dominadas. Y, entre las diversas metáforas del espacio dramático cerrado que cita García Lorca, a este crítico —esta crítica—se le antoja, en esta versión de La casa de Bernarda Alba, la clausura de un convento de pared inmaculada que va perdiendo la luz, para albergar no la sororidad de las hermanas Benavides Alba, sino a la cofradía de Nuestra Señora de la Soledad,  frailes de sayas ensotanadas —¿o sotanas ensayadas?—, bajo la mano férrea en guate de seda del padre di/rector, prefecto dómine de ¿clériman? seglar. No varones sufriendo como mujeres, sino homosexuales disputándose a un Pepe que sigue siendo varón, penitentes en torno al ecce homo, el difunto padre, igualmente encarnado en un varón para el arrastre —como esa abuela en su silla de ruedas: Antonio María José—, pese a la incorporación de una actriz para el distanciado papel de Amelia —¿por qué?— y a un eterno femenino que anima la pulsión del deseo reptante de una travestida Adela.

   Y ese monasterio, o ce/novio —o falo/ansterio—, se nos antoja instalación artística minimal de las perras coloradas, hijas de Bernarda, esa gran perra negra que encabeza la jauría, sobre la que sobrevolará el blanco garañón virtual del deseo; pieza conceptual en la que se desarrolla una performance de grotesca plasticidad estética, pese a que deja en suspenso el ritmo dramático con sus sucesivos números de danza, música y pantomima,  entremesados en un constructo híbrido de varios planos de tendencias teatrales: del más naturalista a otro más simbolista, pasando por el del compromiso social o la pantomima.

  Todo un ejercicio espectacular de la categoría estética de lo grotesco que entrecruza la pesquisa del retrato —estampa por la que, como en El nombre de la rosa, una mujer es capaz de matar o morir— con el vodevil de grand guignol de un Gran Hermano —fray y gay— bajo el control de un ama dominatrix de contenida, maquiavélica, persuasiva y aterciopelada prosodia de príncipe de la iglesia, a quien sirven el/la gobernante/a Poncio y, so Poncio, una criada, hermano lego que, bien se diría, un diácono de pope ortodoxo.

   Y la versión inscribe en el drama tres monólogos de sendos vértices de la acción —la apología de la soledad de Bernarda, el deseo de liberación por el dinero de Angustias y la libertad del deseo en vivo y en directo de Adela—, que se adentran en su carácter por las entretelas de las tres, entre bastidores, y que delimitan el teorema. La adaptación, sin embargo, se contextualiza en un marco doctrinal que se abre con la loa del mimo hacia el espectador y se cierra con el epitafio de Adela en su tránsito hacia el cajón de madera de los Carablancas —entre albas túnicas, hábitos ensabanados ¿o sábanas habitadas?—, glosa —o solucionario— del montaje, teatro fórum de sermonaria catequesis feminista que parece echar tierra sobre el abanico desplegado de la apertura semiótica del montaje  —¿o sobre el arco tensado que disparara su haz de flechas contra un San Sebastián?—, sobre las diversidad críptica de algunos elementos simbólicos demasiado heterogéneos, por mucho que se apele a la teoría del espejo (distorsionado) del viejo carro de la farsa.

   Inocuas las referencias a la xenofobia, inicua la moralina para llevar tras una plástica puesta en escena de teatro total, multiforme y polisémico, de discutible interpretación. En definitiva, Esto no es La casa de Bernarda Alba, por supuesto que no; pero sí “uno de los mil modos de escribirla” —o de juzgarla desde otros tantos de puntos de vista —.


La casa de Bernarda Alba

 

 

 

 

 

 
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