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ISSN 1989-4163

NUMERO 97 - NOVIEMBRE 2018

Atardecer en la Rotonda

Luis Ansorena

                                                            A Juan Ignacio Lope Sola

Atardecía.

De servicio, como otras veces, en la rotonda cercana a Bunyola de la carretera de Sóller, de pie junto a su lustrosa moto, vigilaba el tráfico rodado con atención un poco aburrida, pero no descuidada que los muchos años de oficio como guardia civil le habían proporcionado, observando de paso, una vez más, el atardecer del otoño en Mallorca, cuya belleza, con sus luminosos tonos rojizos, amarillos y  pardos, bajo un cielo profundamente azul, nunca le había dejado de conmover.

Una luz extrañamente activa, para ser tan tardía, iluminaba, bajo la espesa cubierta de almendros y algarrobos, el terreno que las primeras lluvias habían convertido en una alfombra de yerba verde esmeralda.

De pronto, bajo los árboles, una escena llamó su atención: un gran rebaño de lanudas ovejas rodeaba en perfecto círculo un árbol concreto al que parecían observar con atención. Era un almendro de gran porte, cargado de frutos. En un momento dado el círculo se rompió por un punto determinado y un gran macho cabrío retrocedió sobre sus pasos unos metros, cogió carrerilla y se arrojó con una energía inusitada, golpeando con su poderosa testuz el tronco del árbol, haciendo caer numerosas almendras. Y todo el rebaño comenzó a comer parsimoniosamente.

La escena, a su pesar, y como más tarde pudo reflexionar, le había distraído imperdonablemente, porque solo en última instancia su visión periférica le advirtió de que un vehículo se arrojaba sobre él, un poco como a cámara lenta, mientras que las ruedas frenaban sobre la grava, dándole justo tiempo a lanzarse en plancha lateralmente para evitar que se lo llevase por delante, yendo a caer al suelo más pesadamente de lo que le habría gustado y desde luego, con mucha menos elegancia que cuando, hacía años, jugaba de tercera flanquer en los embarrados campos de rugby del Norte.

La sorpresa dio paso al enfado, a la vez que pensaba muy profesionalmente cual podía ser la máxima multa que podría imponer a semejante irresponsable.

 Lo primero que vio, mientras se incorporaba y se sacudía lo más dignamente posible el uniforme, fue un coche monovolumen de color verde, circunstancia que, -supuso, intentando excusar su distracción-, había camuflado su repentina presencia.

El vehículo había derrapado un buen trecho sobre la grava, yendo a golpear, arrastrándolo, un enorme cactus que, entre otros, adornaba la rotonda.

Del interior salió un hombre, cuyo aspecto y actitud, de inmediato y sin saber por qué, hizo aminorar su enfado. Ni el típico jovenzuelo irresponsable ni el maduro con vehículo deportivo y dos copas de más. Era un hombre de aproximadamente su edad, vestido sencilla y pulcramente, que se dirigió hacia él con los ojos como platos, con los brazos extendidos casi como si quisiera abrazarle.

Y sintió enseguida que se diluía su enfado, pues se dio cuenta de que aquel hombre, lejos de preocuparse de sí mismo, estaba sinceramente angustiado por la integridad física del otro, mientras murmuraba mil perdones, preguntándole si le había hecho daño.

Con gesto adusto, el guardia ordenó silencio al infractor, reclamándole la documentación y, siguiendo el protocolo, se dispuso practicarle la prueba de alcoholemia y sancionar convenientemente la infracción. Pero cuando el conductor ya volvía a su vehículo para coger los papeles requeridos, el guardia, dejándose llevar por un extraño impulso, le contuvo, casi gritándole:

-Espere.

Y cuando el compungido conductor se volvió, le recriminó:

-¡Pero, hombre de Dios! ¿En qué estaba usted pensando?

El hombre le miró de hito en hito.

-Ya sé que no tengo excusa y que el despiste ha sido imperdonable. No, no iba pensando en nada. No se lo va usted a creer, pero es que, de pronto, vi una escena que no había observado en mis más de sesenta años en la isla. Bajo aquellos árboles de allí, un gran macho cabrío se abalanzó contra un árbol para hacer caer las almendras y…- e indicó hacia el lugar, pero vio cómo el rebaño se había desplazado a lo largo del prado, mordisqueando la joven yerba, negándose a corroborar su versión.
El guardia, levantando una mano conminatoria, detuvo de raíz el discurso:

-¡Basta! Encima, no me cuente usted cuentos chinos.  

Y tras un segundo de titubeo, añadió:

-Bueno, de todas formas, todos podemos tener un despiste. Se lo pasaré por esta vez. Haga el favor de ayudarme a trasladar el dichoso cactus.

Así, mientras la tarde perdía sus luces y las sombras se adueñaban de la escena, procedieron a desplazar el cactus, cogiéndolo por las raíces, con más esfuerzo de lo que cabía suponer en este vegetal, si así se le podía llamar a algo que el guardia siempre había odiado. 
La edad hizo que el traslado del cactus se prolongara cierto tiempo. Y mientras trajinaban, jadeantes, pareció darse entre tanto una relación de compañeros... y cómplices. Y el conductor se atrevió a comentar:

-De todas formas, siempre he odiado los cactus.

Y ante el silencio del guardia, añadió:

-Y también quería comentarle, si me lo permite que también me distraje porque la escena de esos animales colaborando inteligentemente me trajo el recuerdo de mi ilusión de mi juventud, cuando, en contra de la voluntad de mi padre, pretendí hacerme veterinario. O etólogo. Pero él venció. Y yo perdí.

-¿Etoqué? Preguntó el guardia.

-Nada, veterinario.

Con un último esfuerzo, el cactus quedó resituado en su hueco. Y entonces los dos hombres se incorporaron, como compañeros satisfechos por el deber cumplido.

 Y, con naturalidad, se dieron la mano. 

-Entonces, si no logró ser veterinario, ¿en qué acabó usted?

El conductor miró al suelo, un tanto apesadumbrado.

-En juez.

Luego se introdujo en el coche, dando marcha atrás, hasta reincorporarlo a la calzada y, antes de emprender la marcha, bajó la ventanilla y dijo:

-Gracias.

A lo que el guardia contestó:

-Por cierto, yo también me distraje observando la escena; la misma escena que usted. Pero que le conste una cosa: si llega a golpear mi moto, habría dado lo mismo que fuese usted veterinario, etonosequé, o juez; ¡le juro que le empapelo!

Los dos hombres aún sonreían, cuando el vehículo verde se alejó hacia Palma.

Mientras, la tarde otoñal se había hecho noche profunda y silenciosa. Y el sonido de las esquilas parecía dialogar con el brillo de las estrellas en el cielo inmenso, sobre la rotonda de Bunyola.

 


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