He soñado con gigantescas olas de agua verde, gris, sanguinolenta. He soñado con enormes remolinos de lodo, verticales hasta el amarillo inquieto y mezquino del cielo y profundos hasta la oscuridad inimaginable del ojo negro y demacrado de la tierra abierta en canal, persiguiéndome calle Olmos abajo hasta la Rambla y aún más allá, hasta las terrazas infinitas del Borne, el Paseo Marítimo, los muelles donde los marineros tendían al sol sus redes heridas de sal y muerte, el mar salpicado de ebriedad y espuma, de botes de madera y yates de plástico, el horizonte azul cobalto negro del miedo -qué negro el azul del miedo, negro, diríamos, parafraseando a Juan Ramón Jiménez- sin más arco iris que el telón oscuro de una función que siempre se acaba, siempre, cuando menos lo deseamos. Parece que el tiempo nos mide a todos por igual y esa viejísima injusticia la pagamos también todos. Qué catástrofe.
He soñado con los puentes desbordados de la Riera mientras los zombis (aquí el delirio, lo reconozco, ya era mayúsculo) atravesaban vertiginosamente la ciudad hasta el puente de los candados, donde el Paseo Mallorca pierde su nombre y las murallas de Es Baluard (es cierto, en el Museo los zombis parecen sentirse como en casa, pero el espejismo no dura demasiado) chirrían, crujen y, al fin, ceden al empuje de las aguas, las riadas de ropa tendida, arte y lava, las columnas de coches vacíos o quizá llenos: cada uno y cada cual con su soledad y su quimera en su propio coche, auscultando la vida de los otros y la propia a través de los cristales rotos y empañados: la vida que se va y cesa, la vida que mengua y decae por el sumidero hasta el mar que es morir. Sigue siéndolo.
Al despertar, el dinosaurio seguía ahí y yo rebuscaba entre los restos del naufragio algún libro, algún cuadro, alguna metáfora, al menos, que salvar y no había nada, absolutamente nada, en las estanterías del alma (por no hablar de las del cuerpo) y el hombre del tiempo rebuscaba una y otra vez en las imágenes del satélite para explicarnos las razones por las que no debe construirse jamás en el lecho hambriento de los torrentes; y alguien me llamó, entonces, por teléfono (hoy es 12 de Octubre, la Hispanidad, la Raza o, mucho mejor, la Constitución del 78, y no sé muy bien quién hace fiesta, si todos o si sólo unos cuántos) para hablarme de la crisis y darme una muy mala noticia, otra más, y yo me quedé en silencio y me encogí de hombros y me dije que hay que seguir adelante, porque la vida es sólo un sueño y nuestros sueños empiezan siempre igual que acaban, en el mismo lugar: las playas de nuestra infancia ya no existen (y la de mi infancia era un torrente en Cala Blava) pero nosotros seguiremos chapoteando (y escribiendo, por supuesto) en ellas, pese a todo.