Begotten
Vicente Muñoz
Y si de películas de culto hablamos, pocas con un aura tan morbosa y enrarecida, inquietante y aterradora, al tiempo que vanguardista y experimental, como Begotten (1991), de E. Elias Merhige: un descenso delirante al infierno del que, para bien o para mal, no volverás siendo el mismo.
Como con casi todas las películas de culto, eso sí, la gente no se pone de acuerdo: o te fascina o te espanta, no hay términos medios.
Yo soy, en este caso, de los primeros, de los que se dejan seducir por su embrujo sin darle demasiadas vueltas al por qué, embriagándome sin más con el viaje propuesto.
Qué nos cuenta Begotten, qué significa, cuál es su mensaje y qué pretende Elías Merhige con este inclasificable film (como preguntan inclementes sus detractores), la verdad sea dicha, me importa poco. No me preocupa a dónde me lleve ni con qué finalidad o propósito, sino lo que veo e intuyo por el camino, el paisaje devastado y apocalíptico que contemplo y lo que me hace sentir. Y lo que veo e intuyo y siento es, sin más ni más, el mismísimo infierno, una visión alucinada y espeluznante, como de mal viaje de tripi, de lo que podría ser. Con esa sensación me quedo, y para mí es más que suficiente para considerar esta película una obra maestra.
Eso sí, más rara que un perro verde y no apta, ni mucho menos, para todos los públicos.