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ISSN 1989-4163

NUMERO 87 - NOVIEMBRE 2017

Las Mujeres También Juegan al Ajedrez

Joaquín Lloréns

Dicen del ajedrez que es un deporte, aunque no será por el esfuerzo físico… Los aficionados al ajedrez no suelen tener un cuerpo precisamente atlético. Y hasta que no haya olimpiadas neuronales, no espero ver desfilando a los ajedrecistas en los estadios olímpicos. En cualquier caso, no sé qué sería más chocante: ver a los ajedrecistas vestidos de calle en los cajones de las medallas o, peor aún, con chándal agachando el cuello para que les pongan la medalla.

Deporte o no, es una actividad minoritaria. Y no solo eso, sino bastante masculina. Aunque ha habido grandes jugadoras de ajedrez, y alguna ha estado entre el top ten mundial, cuando uno va a un campeonato de ajedrez, lo último que espera es la oportunidad de ligar, por la escasez, si no total ausencia, de féminas. Los ajedrecistas suelen ser gente introvertida y conozco algunos que superaron sobradamente la veintena con la virginidad intacta. Forman una especie de hermandad friki analógica, que existía desde antes que se inventara la palabra. Tengo un amigo, por ejemplo, que suele jugar por las tardes por internet alguna que otra partida ¡de un minuto! Como afirma, haciendo el característico gesto de los heroinómanos, «es un chute de pura adrenalina»
Y sin embargo, de tanto en cuando, alguna mujer aparece en uno de esos campeonatos cuasi misóginos y entonces, los tímidos ajedrecistas, se turban como colegiales.

Recuerdo una ocasión en que jugábamos un torneo interautonómico con el equipo de Canarias. Bueno, lo del plural es un decir. Como siempre, mi participación era como reserva, lo cual me ha evitado hacer el ridículo en múltiples ocasiones. Y es que lo de ser reserva en este deporte suele ser superfluo. En todos mis años como ajedrecista, nunca he visto lesionarse a ninguno en medio de una partida.

La sala consistía en cuatro mesas colocadas en fila en las que los contrincantes jugaban sus partidas. Tras ellas, en uno de los lados, había una tarima larga y más alta que un escalón, suficientemente próxima a la mesa para que los observadores nos sentáramos para ver la evolución de las jugadas. Las cosas estaban igualadas. El su última partida, la que decidiría qué comunidad pasaba a la siguiente ronda, mi amigo Miguel, excelente ajedrecista, situado de frente a la tarima, jugaba con las blancas. Su contrincante había escogido la defensa Nimzowitsch. A mitad de la partida, entró en la sala una joven canaria. Yo abandoné por completo la vista del tablero y la radiografíe. No era muy alta, pero sí joven y con una piel dorada por el sol, sin exageración. Tenía unos andares elásticos, un cuerpo escultural, con esa belleza propia de los dieciocho años y un rostro hermoso en el que brillaban unos ojos verdes. Por si aquello no fuera suficientemente perturbador, llevaba puesta una minifalda que dejaba ver unas piernas de gacela y uno se imaginaba tirando una moneda de euro al suelo para poder mirar desde abajo. Luego nos enteramos de que era la novia del contrincante de Miguel. Ella, como si no fuera consciente de las miradas lobunas que le dirigíamos los anacoretas de ajedrez, se encaminó hacia la partida de Miguel y, tras observar de pie el tablero durante unos minutos, se sentó frente a mi amigo, algo a su izquierda, cruzando sus estilizadas piernas. Verla era un espectáculo gozoso, aunque desde mi posición, también en la tarima, solo podía contemplar su perfil. ¡Pero qué perfil! La partida estaba en una fase decisiva. La iniciativa la llevaba mi compañero y la estrategia evidente era atacar por el flanco del rey; es decir, por la derecha del tablero. La hermosa joven, cuando Miguel movió ficha, descruzó las piernas justo cuando mi amigo levantó la cabeza y la miró. Con lo escueto de la falda, no quiero ni pensar qué es lo que debió contemplar. El hecho es que, para sorpresa general, en sus siguientes jugadas, Miguel atacó el flanco de la reina, al fondo del cual se sentaba aquella vestal. Poco rato después nuestro amigo tumbó su rey, aceptando la derrota.

Miguel negó después que la vista de la muchacha hubiera tenido que ver con su errónea estrategia de atacar el flanco de reina y no me atreví a preguntarle a la joven si su colocación había sido intencionada o fruto de la casualidad. De hecho, no me atreví siquiera a saludarla. En aquella época las mujeres me parecían seres inalcanzables a las que no podía dirigirme sin balbucear. Pero la sonrisa que aquella Venus adolescente mantuvo durante el siguiente cuarto de hora me ha hecho llegar a la conclusión de que debía jugar al ajedrez mejor que yo. ¡Y no solo al ajedrez!


Las Mujeres También Juegan al Ajedrez

 

 

 

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