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ISSN 1989-4163

NUMERO 77 - NOVIEMBRE 2016

Me Muevo en Vertical

Rosa Mª Ortega

 

     

Yo hoy me quería haber quedado encerrada en el ascensor de la oficina, las cosas como son. Mira, tú, es algo que he pensado nada más salir de casa esta mañana, bien tempranito, a las siete y veinticinco. Porque iba yo ya con un sueño en las entrañas oníricas de no te menees, y me he dicho: bonita, hoy es el día adecuado, decuantos pudieras o pudieses escoger, para que el ascensor de la empresa se quede parado entre Pinto y Valdemoro, unas 2-3 horas (un poner) digamos entre el 2º y el 3º, que yo voy al 5º. ¿Por qué? Porque sí. Porque se me ha antojado a mí esta mañana que me venía de gusto un encierro y una sentada un ratillo en un metro cuadrado. Sin prisa. Ya vendrán a abrir y a buscarme. Son cosas que tendrían que pasar de tanto en tanto, para relajar la esquina del ojo recién levantada y el quehacer diario. Piénsalo. ¿No hay amores platónicos? Pues igual. Sueño platónico: quedarme encerrada en el ascensor un rato, sin hacer nada, sentada en el suelo y con las pantuflas puestas. Pero qué va. He subido sin problema ninguno. Esa es la cosa. ¿Y sabes qué pasa con esos días de antojos tontos? Que suele ser por algo. Siempre hay un motivo para hacer lo que haces, por irracional, ilógico y disparatado que parezca. Y yo esta mañana…pues me quería esconder. Me habría venido de flowers no trabajar y no pensar. Ese es el motivo. ¿Y dónde no trabajauna ni piensa? En el ascensor.

El ascensor es el lugar más rotundamente improductivo que puedas echarte al lomo embuchado. La mayor parte de los ascensores del mundo son estancias sin sentido. Enanas. Cuadradas. A media luz. Incoloras. Con espejo frontal o lateral en el que te miras los granos, las impurezas, las lagañas, que es una secreción de moco cristalizado y otras cosas sustanciales (dime tú a mí el glamour de las lagañas dónde queda) y no haces nada más. O sea, el tiempo en el ascensor es tiempo perdido y no recuperado. No amortizado más que para pasar cuenta al semblante. Un escondite. Como escondite confort, vale. Pero como otra zona de más provecho… vamos, hombre. A la zona lumbar le sacas tú más partido (y de lejos) que al ascensor.

   Pues me he venido con la pena al trabajo. A ver, si no. Pero ya se me está pasando el disgusto, ya no tengo esa necesidad imperiosa que tenía esta mañana de esconderme. Así es que cuando salga de la oficina, voy a bajar a pie. A pata. A pierna. Por las escaleras, vamos. Porque, si por un azar de los azares, me quedase encerrada en el ascensor al final de la jornada, resulta que ya no me apetece. Las personas hacemos cosas muy raras en circunstancias de pena o de nervio, ¿te has dao cuenta? Lo mío esta mañana era cosa de pena. , cuestión de sentimiento, de amor (desamor, más bien, porque de amor, una leche) y esas bobadas que tenemos las féminas, que si además le añades que estás con mocos, no has dormido y te ha bajado la regla: pack completo de ingredientes para meterte en un ascensor con la firme convicción de que quieres que se pare y ahí te quedes un rato. Ahora, que lo mío hace cosa de dos meses era cosa de nervio. Porque entonces me pasó en la frutería. Que entro a comprar pimientos y me doy de lleno, de bruces, de frente, con un compañero de la oficina. Bueno, no un compañero exactamente. Bueno, sí. Pero no. Quiero decir un compañero-jefe, que es peor, sin duda. Aunque tampoco, porque a mí eso me tiene que dar igual. La cosa es la siguiente, ¿vale?  Entro en la frutería, veo que hay pimientos rojos con una pinta estupenda: rojos del todo y estupendos del todo. Y el pimiento rojo tiene una vitamina C que ni el kiwi más reconcentrado. Pues eso. Y al ver al compañero-jefe (que me hace tilín, pero evidentemente no voy a decírselo ni al último esquimal vivo de Groenlandia la fantástica), me pongo de un nervioso que no te cuento, y le doy charla, pero no sé a dónde mirar. Miro, pero no miro. A ver si me entiendes. Que me ruborizo, vamos. Miro sin mirar. Y salvo la cosa como puedo. Y compro plátanos y tomates de ensalada, que ya tengo, porque he comprado el día anterior, pero parece que mi memoria retentiva alude a plátanos y tomates, por ser recientes, y no a pimientos, que es lo que no tengo y por lo que he entrado en la frutería de marras. Así es que al llegar a casa, me doy cuenta de que hay overbooking de tomates y plátanos en la nevera, y me he vuelto a quedar sin pimientos. Y eso te da una ligera idea de lo espabilada que soy. Y en esas es cuando me entra la congoja y quiero coger un ascensor y que se pare un rato. Por una cuestión distinta, claro, de la anterior. Pero por una cuestión de pena o nervio, a fin de cuentas. De las de la vida pasar.

   Me están entrando unas ganas de quedarme encerrada en un parque de atracciones, oye… Mira, no sé, he pensado que tiene que ser cojonudo, porque un parque de atracciones es un lugar abierto. Grande. Muy grande. Grande que te pierdes. Y ahí, hacer cosas es lo suyo, y no lo de no hacer nada. Ni pensar. En un parque de atracciones tienes que pensar para dónde tirar, si a la derecha o a la izquierda, por ejemplo. Aunque lo mismo si me meto en una cesta de la noria, la cosa cambia ¿no? Digo yo, ¿eh? Noria-ascensor. Porque si arranca la noria y se para conmigo en vertical, muy lejos no voy. Ni en el pensar tampoco. Hasta que me bajen. Ahí, suspendida. No sé…
   No sé, no sé… Ya veré qué hago. Ala, adiós.

 

 

Rosa Mª Ortega

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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