La Materia Amarillenta sale por la boca del Expulsante en forma de hebras maleables que son depositadas a los pies del operario de turno. Los componentes químicos de La Materia Amarillenta reaccionan con el oxigeno de la sala, haciendo que los filamentos se vuelvan duros y consistentes. Es un ejercicio complicado y doloroso para el Expulsante, ya que su garganta queda gravemente irritada por el esfuerzo. Solo el dos por ciento de la población dispone de Glándulas Expulsadoras de Materia Amarillenta. Por eso los Expulsantes están tan solicitados. Las fibras secas son recogidas con sumo cuidado por el operario y llevadas inmediatamente al laboratorio. Una vez allí, los Expertos se encargaran de analizarlas. Si pasan las Tres Grandes Pruebas (TGP) serán trasladadas al muelle de carga para su distribución. En caso contrario, las hebras deben ser quemadas en los altos hornos en un plazo nunca superior a veinticuatro horas. Terminada la expulsión de la Materia Amarillenta, el Expulsante debe acudir a las Oficinas Centrales para rellenar los formularios pertinentes. Acabado el tema burocrático, el Expulsante está obligado pasar un tiempo limitado en una de las cabinas de recuperación. El Expulsante se acomoda en la camilla acolchada y conecta la válvula de abastecimiento a la vena principal de uno de sus brazos, seguidamente presiona el botón verde que pone en funcionamiento la terminal de la cabina. Los fluidos de la depuradora pasan a través de la sonda y entran en el cuerpo del Expulsante. Los ojos en blanco y unos pequeños espasmos en los pies son la prueba de que todo va bien. Hasta que, estando en pleno proceso, hay un bajón de energía que bloquea el programa de la cabina de recuperación. Debido al fallo eléctrico, los fluidos de la sonda en vez de ser alojados en el cuerpo del Expulsante son absorbidos por el rotor la depuradora, provocando una dolorosa descarga por todo el cuerpo del Expulsante. El Expulsante extrae la válvula de su brazo. Está harto. No es la primera vez que le pasa, y seguramente no será la última. Restablecida la energía de la cabina y purgada la sonda, una voz anodina dice por los altavoces: Conéctese a la válvula, por favor. El Expulsante limpia el orificio de su brazo con una gasa humedecida en yodo, después vuelve a conectar la válvula en la vena.
El Expulsante camina por una de las calles adyacentes al complejo residencial. Nota el brazo agarrotado. Por experiencia sabe que el dolor durará toda la noche. Delante de él, unas emanaciones vaporosas ascienden desde el subsuelo. El indicador de datos que tiene implantado en la muñeca advierte que la zona está contaminada con altos niveles de azufre y plomo. La mascarilla filtradora se conecta automáticamente acoplándose a la cara del Expulsante como una segunda piel. El Expulsante sigue su camino entre la niebla ambarina. Es el micro-clima ideal para que se reproduzcan las amebas rojas. De hecho, en los edificios abandonados que flanquean la calzada hay millares de nidos viscosos colgando en los recovecos de las fachadas. Toda una plaga. Unos metros más adelante, el aire vuelve a ser respirable. La mascarilla filtradora se repliega dentro de un dispositivo insertado detrás de la oreja. El Expulsante dobla una esquina y dirige sus pasos hacia el único edificio iluminado de la barriada. Entra en el portal. Cuando está dentro del ascensor el indicador de datos se ilumina de nuevo. Esta vez es un mensaje del Laboratorio: El examen de la TGP es favorable. La Materia Amarillenta con expediente L38 ha sido trasladada al muelle para su distribución. Seguidamente llega el recibo y la confirmación de que los Bonos de la operación han sido ingresados en la cuenta personal del Expulsante. El ascensor se detiene en el ático. El Expulsante entra en casa. Se sienta en un viejo sillón reclinable y rompe a llorar. Un llanto amargo y doloroso. El Expulsante baja el nivel de la lámpara para dejar la estancia en penumbra. Se coloca en la cabeza un gorro al que están sujetos una veintena de electrodos y conecta el Inhibidor de Pensamientos. La peculiaridad de ese aparato, tal y como su nombre indica, es el de inhibir o neutralizar cualquier pensamiento que genere el cerebro del Expulsante. Una forma rápida y segura de dejar la mente en blanco. Los sollozos del Expulsante paran de golpe.
Por la ventana entran los reflejos del amanecer. El Inhibidor de Pensamientos se desconecta mediante un sensor que capta las primeras luces del día. El Expulsante abre los ojos. El primer pensamiento que le viene a la cabeza es la imagen de su hijo. Su segundo pensamiento: el cadáver de su hijo. El Expulsante llora. No hace ni medio año de la tragedia. La herida está fresca y duele. Según el informe de la autopsia el niño falleció por una infección en la formación de las Glándulas Expulsadoras de Materia Amarillenta. Cuando un bebé tiene una herencia genética de ese calibre siempre entraña un alto riesgo para la criatura, entre otras cosas, porque dicha herencia no deja de ser una mutación y la mayoría de las veces es el propio cuerpo el que rechaza la metamorfosis. Por eso el Expulsante arrastra un sentimiento de culpabilidad que agudiza aun más el sufrimiento por la muerte de su hijo. Un añadido doloroso del cual no logra deshacerse a no ser que se conecte al Inhibidor de Pensamientos. Desde aquel fatídico día, la vida del Expulsante ha sido un infierno. Su matrimonio se fue a pique. Se tramitó la separación y los de Urbanismo le asignaron una casa en la zona residencial, pero el Expulsante rechazó la oferta y en su lugar pidió una vivienda en la Zona Contaminada. Desde entonces vive en ese edificio abandonado y en ruinas.
Para desayunar el Expulsante toma tres tipos de antidepresivos. Los mastica y los traga a palo seco. Sale al balcón. Desde ahí puede ver los vapores de azufre y plomo emergiendo a través del subsuelo. Un paisaje que comulga con su estado de ánimo. El viento cambia de dirección y la niebla venenosa llega hasta la atalaya. El indicador de datos advierte del peligro y la mascarilla filtradora se conecta automáticamente acoplándose a la cara del Expulsante como una segunda piel. Entra en la casa, cierra las puertas y pone en funcionamiento el filtro del aire para eliminar los gases que han entrado. Cuando el ambiente está limpio la mascarilla filtradora se desactiva. Por fin, los antidepresivos empiezan a hacer efecto. Es hora de enfrentarse a un nuevo día.