El “Canon” de Pachebel interrumpe súbitamente mis pensamientos. Suena de un modo extraño, como distorsionado, sin su musicalidad habitual. La melodía se repite una y otra vez, y, al punto, recuerdo que mi mujer ha programado esa música como la melodía de llamada entrante de su teléfono móvil con el afán de distinguirlo de entre los demás cuando la llamen. Pienso que ha sido un sacrilegio elegir esa partitura para algo tan banal, como si no fuese suficiente horterada pasear todo el santo día cargando con el maldito aparato, aunque un toque de intelectualidad no viene mal si comparamos con algunas tonadas con que decoran sus terminales mucha gente, desde Los pajaritos hasta el himno de su equipo favorito.
-¿Dónde estará? –me pregunto mientras voy de un lado a otro tratando de recordar donde lo dejé.
Cuando lo localizo, en el fondo de un bolso, el sonido cesa de pronto.
En la pantalla, como siempre que no se contesta, el mensaje: Una llamada perdida de…
Perdida pero esclarecedora. La que estaba esperando.
El dispositivo de identificación me proporciona el número de mi desconocido y frustrado interlocutor, aunque no su nombre.
Al momento, una ansiedad extraña y desmesurada por saber quien ha intentado contactar con mi esposa se apodera de mí. Una urgencia exagerada que me lleva a repasar mentalmente una lista de conocidos, familiares y amigos entre los que, sin duda, debiera hallarse el causante de mi inquietud. Marco el número que ha quedado grabado en el móvil.
-¡Hola! –Saludo mientras reconozco de inmediato la voz de mi mejor amigo.
- Soy yo. Lo siento, he llegado tarde a responder, porque me has llamado ¿verdad? Hace unos días me dijiste que querías hablar conmigo.
- Pues no –miente– No he llamado. –Y añade tras un ligero titubeo–: Pero ya que estas ahí, quisiera preguntarte algo. Algo muy personal –dice de pronto como queriendo desviar la conversación al verse descubierto.
-Hazlo –respondo intrigado– somos buenos amigos y sabes perfectamente que entre nosotros hace ya tiempo que no hay secretos.
-He hablado con los demás –confiesa– e incluso con tu mujer. No sé si serás capaz de comprender lo que voy a decirte. No quisiera bajo ningún concepto inmiscuirme en tu vida, pero me gustaría, nos gustaría a todos, saber qué te sucede últimamente. Todos te notamos un tanto extraño. No eres el mismo. Has cambiado.
-Perdona –replico– ¿Cómo dices? ¿Cambiar yo? No entiendo nada. Con franqueza. No puedo comprenderte. Ni a ti ni a los otros amigos. E incluso decís que habéis hablado con mi mujer. ¿Cuándo ha sido eso? ¿Antes de marcharse de vacaciones?
-Sí…. Bueno… –balbucea–. No quisiera que te lo tomaras a mal. Han sido simples comentarios. Sabes que todos te queremos…
-Sí. Sí. Comentarios –continúo indignado–. A saber todo lo que habréis podido llegar a decir de mí. No estoy enfadado. Estoy muy molesto por esta situación. No tenéis ningún derecho. No lo tenéis. –Y cuelgo el teléfono sin dejarle continuar.
En cuestión de segundos aquel cabrón vuelve a intentarlo.
Sin duda imagina que antes ha marcado mi número en lugar del de ella y el “Canon” de Pachebel interrumpe de nuevo el silencio en que quedo sumido tras aquella desagradable conversación.
Suena de un modo extraño. Como distorsionado; sin su musicalidad habitual.
La melodía se repite una y otra vez, mientras me dirijo hacia la cocina.
La música que mi mujer ha programado sacrílegamente para distinguir el timbre de su aparato del de todos aquellos horteras en los que suenan Los Pajaritos o el himno de su equipo favorito se escucha aún mientras abro el arcón congelador, lanzo el teléfono a su interior y cojo una de aquellas bolsas transparentes.
Mientras cierro la tapa unos ojos vidriosos me contemplan a través de la capa de hielo que los cubren. Aún se refleja en aquella mirada la sorpresa y el terror inesperados.
-No debías haberles dicho que me encontrabas extraño últimamente. Esos imbéciles son capaces de hacer una montaña de un grano de arena.