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ISSN 1989-4163

NUMERO 77 - NOVIEMBRE 2016

Debo y Pagaré

Edgard Cardoza

 

     

Incondicionalmente. Esa fue la última palabra que el insigne Aquiles Pigmalión pronunció para concluir su conferencia magistral de título La floración del alma. ‘El amor es el escondite, la máscara airosa con que el hombre logra sacudirse por instantes la sombra de Dios, ese latifundista de dominios infinitos’, habría dicho en un momento clave de su disertación. Utilizaba aquel tipo de frases, rimbombantes, retadoras, pero de escasa significación lógica, más que para aclarar, para preparar y luego mover al auditorio hacia los terrenos de su conveniencia. Manipulador de conciencias, le llamaban sus enemigos. Ahora intentaba conducir al clímax de la jornada a toda aquella sala de engolosinados oyentes, a lo que segundos antes había anunciado como ‘la desnudez atónita: el estado de gracia de la relación hombre-universo’: ‘Sólo en la desnudez contemplativa el hombre trasciende su mortalidad y logra recibir ciertos mensajes cifrados de la deidad absoluta, nómbrenlo ustedes de la forma que quieran’.

    Aquiles Pigmalión -como él mismo confesó en una de tantas entrevistas- se convirtió en especialista del tema “absurdos vitales” a base de observar meticulosamente los milagros cotidianos. ‘Toda vida es hija del milagro’, la frase de batalla desde sus días de aprendiz así como otras expresiones por el estilo que vendrían después, son ahora proverbios respetados y su doctrina “el enfatismo” ha permeado todas las esferas de pensamiento, cuando menos en este continente.

    Bien está decirlo, el dizque sabio Pigmalión no ha inventado nada, he aquí sus grandes aportaciones: el hilo invisible con que ha logrado unir los encajes selectos de la reflexión de otros, la repetición de antiguas sentencias bíblicas con ínfulas de ángel recién aterrizado, la capitalización (a veces en estadios repletos de incautos) de la gula de nuevas emociones de la sociedad contemporánea... Y ahí lo tienen, de esteta del milagro, de Bautista de Centro de Convenciones abonando desiertos.

    ‘Cierren sus ojos, por favor. Todos cierren sus ojos. Veamos nuestros abismos interiores. ¿Todo es oscuro, no es cierto?’... Y Aquiles Pigmalión no mentía, con los ojos cerrados es una buena forma de ver la oscuridad... ‘Ahora sintámonos desnudos de la cabeza a los pies. Desnudos para contemplar la carnalidad de Dios en nosotros. Desnudos para dilucidar nuestras dudas acerca de la imagen-semejanza. Desnudos para ser nosotros antes de nosotros’. ‘Ahora repitamos, primero silenciosamente, con una voz que haga eco en lo más recóndito de nuestro interior. Sintamos que la voz va buscando, lentamente, lentamente, sin apresurarnos, la salida física del habla, la voz que es balbuceo, reconocimiento o grito ya no de cuerpos sino de almas al unísono. Conformemos el coro de las almas y digamos primero y gritemos después: desnudos para ver a Dios, desnudos en nosotros para enlazar con el hálito de Dios. Repitamos, repitamos en conjunción de voces, sin miedos ni dobleces, desde nuestras fibras más ciertas: desnudos para ver a Dios, desnudos en nosotros para enlazar con el hálito de Dios’...

    Y sorpréndanse, de ese coro de ciegos animados por el más grande de todos los farsantes, vi, con los únicos ojos que no estaban cerrados, los míos, emerger de las testas de aquellos encantados, incontables haces de tono blanquecino (como tules en danza) que en un sólo nudo se juntaron en lo más alto que logré vislumbrar antes de enceguecer obligadamente bajo la presión de tanta luz... En el acto pensé: “la tan cacareada flor del alma”. Pero a mí aquel truhán no lograba convencerme.

    Había conocido al hoy llamado de manera tan arrogante Aquiles Pigmalión allá por mis años adolescentes. Estudiamos en la misma escuela, jugamos en el mismo equipo de fútbol y fuimos amigos durante algunos años, hasta que la amistad se rompió porque una chica a quien él pretendía me encontró más atractivo. Después tomamos rumbos diferentes, mas puedo asegurar que en los siguientes diez años lo vi -aunque ya de lejos- no menos de treinta veces y nunca supe (por su apariencia misma o por los conocidos que compartíamos) que hubiera escalado medio centímetro de su estatus de zopenco. ¿Qué, no lo conozco? En esos tiempos aún decía llamarse Raymundo Núñez, su padre era maestro rural y tenía una tía que era monja. Ja... Tal vez de allí le llegó la santidad.  Lo reconocí hace apenas unos cinco meses en un programa de televisión. Mira, le dije a mi hija, si es el que yo sospecho, eso es un fraude.
    Dijo volver a México después de estar varios años en algún lugar de oriente. Desde entonces le he seguido la pista, hasta hoy que ahí lo tienen en persona dizque haciendo milagros. Lo raro, lo rarísimo, es que siendo de edades similares, él no aparenta más de treinta y cinco años y yo ya estoy padeciendo los achaques de mis sesenta bien cumplidos. Falta verlo de cerca para corroborar mis conjeturas. ¿Será el mismo?

    Es cierto, ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que recuerdo haberlo visto frente a frente, pero algo de lo ido queda vivo para siempre en los poros, en la retina, en la memoria que tanto nos traiciona. Y sí: es la misma cara, los mismos ademanes, la misma voz de tenor desafinado, solo que ahora con tono de gran señor. Algo ha de esconder, si no, ¿porqué se encierra en su nicho de iluminado sin permitir la mínima opinión o pregunta del  auditorio? Así cualquiera mueve masas. Él mismo prepara meticulosamente el escenario para actuar su libreto y los demás participan obedeciendo sus reglas sin chistar. Al iniciar su acto -esto, según he investigado, lo hace siempre- coloca cuidadosa y estratégicamente el escudo que lo ha de proteger: ‘Buenas noches’... (Nunca de día, nunca, ¿lo adivinan?)... ‘Buenas noches. Reciban los respetos de su servidor y amigo Aquiles Pigmalión. Ya saben o sospechan, que están a punto de vivir una experiencia inolvidable. Una experiencia inmensa, tan grande o más que la cantidad de ustedes que hoy nos acompañan. Una experiencia colectiva que ensanchará los márgenes de su individualidad. Colectiva, subrayo. Por lo tanto, las respuestas, si las hay, deben ser resueltas en función de esa colectividad que somos. Y es más: no buscaremos respuestas sino preguntas, interrogaciones colectivas ávidas de ser pregón de todos. Todos, también subrayo. No importa el individuo. Este modesto servidor, intenta ser por un breve espacio de tiempo el guía de sus almas hechas flor colectiva hacia el hermanamiento con ciertas claves del universo. Yo, Aquiles Pigmalión, de lo único que soy capaz es de dar algunas pautas, unos cuantos consejos iniciales para que ustedes, desde su propio contacto con lo innombrable construyan su misterio. Todo lo que habrá de suceder será en ustedes y para ustedes. Les ruego no hacer preguntas durante la sesión para no interrumpir el flujo de energía. Y cuando nuestra experiencia concluya, les suplico dar la vuelta en silencio e ir de inmediato a sus hogares, pues lo importante habrá ocurrido’... Este es siempre el prólogo de su embuste, no permite preguntas para que el teatro no le caiga encima.

    Ya todos se han marchado. Voy desde el fondo del salón hacia él, que se ha quedado como petrificado en su mullida silla de profeta barato. Le llevo de presente algunas máscaras que quizá ya olvidó. No me descubre hasta que estoy parado frente a él, a la orilla del tablado que hace poco le sirvió de escenario. Se sorprende: ‘Ah, usted debe ser el intendente del lugar. Supongo que ya va a cerrar el salón. Sólo recojo mis cosas y me marcho’... No -le respondo- yo era parte de tu auditorio. Pero, ¿a poco no te acuerdas de mí?  Epifanio, “el Pifas”, me decían... ‘No señor, no creo tener el gusto de conocerlo’... ¿En verdad no te acuerdas? -le digo-, la Escuela Normal, el fútbol, hasta fuimos amigos hace como treinta años. Raymundo es tu verdadero nombre, ¿no?..  ‘No, señor... En la época que señala yo debí haber tenido cuatro, cinco años... Creí haber terminado mi labor por este día, pero no se preocupe, esto pasa a menudo... Me bajo para ponernos cómodos y le explico... Siéntese, por favor...’

    ‘Mire: usted no me confunde con nadie más que con usted mismo a los treinta años, yo soy lo que usted hubiera querido ser a mi edad. Lo de la escuela, el fútbol y hasta el nombre con el que me distingue, son coartadas, justificaciones de la memoria para no herir su vanidad de hombre sencillo con frustración de fama. Desde el primer momento en que me vio, en alguna revista, en algún diario, ¿en la televisión?, su ego sombrío disfrazado de recuerdos construyó la historia que ahora me comparte. Sin querer ser ofensivo, le sucede igual que a un perro que persigue la sombra de su cola: se persigue usted mismo. No, no soy ningún Raymundo. Lo que si soy es la idealización de su “yo” no cumplido. Aún así, soy su amigo, incondicionalmente’.

    No dijo más. Se levantó, dirigiéndose a la puerta del salón, mientras todos los velos detenían su danza.

 

 

Debo y pagaré

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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