Un Barrio Proletario de Londres
Eduardo Moga
He vuelto hace poco de España y desde mi regreso no he visto el sol. Esta tarde tengo una clase en el taller de escritura creativa —en la modalidad de narrativa— que he empezado a impartir en Battersea Spanish, la escuela de español creada y dirigida en Londres por la costarricense Sara Caba. Me ilusiona dar estas clases: me arrancan de una cotidianidad solitaria y me obligan a relacionarme con el mundo; un mundo, además, muy cercano a mí cultural y socialmente. La sede de Battersea Spanish se encuentra en Lavender Hill (de tan poético nombre: la colina del espliego), no lejos de mi casa. Se puede llegar dando un rodeo por algunas de las calles principales del barrio, pero yo prefiero ir en línea más o menos recta y ganar tiempo: en 20 minutos, a buen paso, llego a la escuela. Ir en línea recta, no obstante, supone atravesar una de las zonas más pobres de Wandsworth. Las zonas pobres de Londres vienen determinadas por la presencia de council houses, o casas del concejo, que es como se llaman aquí las viviendas de protección oficial. Un acierto del urbanismo —y del estado del bienestar— británico ha sido integrar, siempre que ha sido posible, estas zonas menos favorecidas en otras más acomodadas. Así, no es extraño encontrar bloques de council en barrios de clase media, o incluso en barrios pudientes. Nuestro primer piso, por ejemplo, en Pimlico, daba, precisamente, a un vasto conjunto de inmuebles sociales, desde alguno de cuyos pisos superiores, dicho sea de paso, nos habían tirado alguna vez una bola de papel o alguna liviana inmundicia. Pese a estos minúsculos incidentes vecinales, la gente no parecía incómoda con la presencia de aquellas residencias proletarias. Esta política de mezcla ha sido providencial para que no se formaran guetos, o, por lo menos, para que no fueran impermeables. En algunas zonas, sin embargo, la acumulación de council houses ha llenado todo el espacio, y uno entra en ellas como si penetrara en otro país, delimitado por fronteras inmateriales pero muy perceptibles, y constituido por bloques de pisos —en Gran Bretaña la gente aspira siempre a tener casa propia; vivir en un piso, salvo que sea un apartamento holgado en un barrio opulento, se considera de pobretones— en los que residen gente de color —de todos los colores imaginables— y blancos muy humildes. Uno de estos sectores, integrados casi exclusivamente por casas municipales, es el que he de atravesar para llegar a mi destino. Las calles se hacen casi de inmediato anodinas: hay mucho menos pequeño comercio que en otras partes y casi ningún local de ocio. En mi camino a Battersea Spanish apenas veo un pub, llamado The British Flag ("la bandera británica"), que, en efecto, luce una bandera en una ventana, aunque no sea exactamente británica: pintada a mano en un tablón de madera, el azul se ha descolorido hasta un púrpura que empieza a hacerse rosáceo. No es un local sofisticado. Más bien parece el centro de reunión de camioneros en paro, descargadores de muelles y votantes de UKIP que entretienen las horas de inactividad con incesantes pintas de cerveza, mientras jalean a sus equipos de fútbol en televisión y despotrican de Europa. Se me ocurre que alguien con mala intención podría borrar la ele del nombre del local y dejarlo en The British Fag, "el maricón británico", algo que enfurecería deliciosamente a la clientela. Por las calles hay poca gente. Apenas me cruzo con alguna musulmana que arrastra el carro de la compra o con algún joven negro de sudadera y capucha. De vez en cuando, veo en la puerta de las casas a gente fumando, con aire ausente y ropa modesta. En general, las council houses, pese a los materiales baratos y la elementalidad del diseño, conservan la dignidad. No tienen nada que ver con las colmenas con aluminosis que llenan los extrarradios de muchas ciudades españolas, y que en muchos casos se degradan hasta el desmoronamiento o se convierten en laberintos de drogas. Y la vegetación no cesa: a pesar de estar en una zona pobre, los árboles crecen, rozagantes, en todas las calles y la hierba puja en casi todos los rincones: quizá no esté tan pulcramente cortada como en los jardines de Chelsea, pero sería un lujo inimaginable en las 3000 Viviendas de Sevilla o la Cañada Real de Madrid. El primer tramo de mi caminata acaba en las líneas férreas que atraviesan el barrio y que me obligan a tomar, para salvarlas, un paso elevado. Justo antes de cruzarlo, he de pasar por un túnel que debe de haberse construido a finales del siglo XIX, cuando esta zona se convirtió en uno de los grandes nudos ferroviarios de Londres, algo que, en buena medida, continúa siendo: la cercana estación de Clapham Junction sigue concentrando un tráfico impresionante. Es uno de esos lugares por los que uno se imagina pasando a Jack el Destripador: sucio, sombrío, abandonado. Por suerte, el ayuntamiento, sabedor de su poca galanura, se ha preocupado por dotarlo de luz, y una sucesión de fluorescentes anima algo el lúgubre tubo: pasar por aquí sin iluminación sobrecogería al más pintado. Este es también el punto menos agraciado del recorrido: la basura está tirada por todas partes y hasta hay una vomitona en el paso elevado. Es una vomitona polícroma y barroca: consciente de sí, generosa. Sin embargo, desde esa altura las cosas, tan feas, adquieren una anómala belleza. Los trenes no dejan de pasar, con su estruendo mercurial, y en las casitas que flanquean los haces de raíles uno advierte los inevitables jardines, algo más agrestes que en otras partes, pero jardines al fin y al cabo. Y cuando el cielo no está gris, como hoy, las nubes, aun quietas, parecen estallar, descender al paisaje infeliz que nos rodea y bendecirlo con su grávida blancura. Al otro lado del puente, el entorno cambia: se llega a la calle Eversleigh, y entonces uno comprueba cómo se desarrollaba la ciudad hace 150 años, al calor del crecimiento ferroviario. Eversleigh, y otras calles que la rodean, presentan una homogeneidad asombrosa: todas las casas, pequeñas, de dos pisos, son iguales. Construidas en ladrillo rojo en 1872 y 1873, se suceden pareadas (no apareadas, como tanta gente dice en España: sería un espectáculo inenarrable que dos casas se aparearan) en paralelo a la línea férrea, y todas las fachadas lucen un escudo de yeso que indica su pertenencia al terrateniente del lugar —el Shaftsbury Estate— y los años en que fueron edificadas. Son, en realidad, rascacielos acostados: el modelo de construcción victoriana con el que se acogía a la nueva población londinense a finales del diecinueve. Entonces eran alojamiento para pobres: las council houses de la época; hoy, en cambio, se han convertido en una zona para familias de clase media, entre las que no faltan las gentes bohemias y los profesionales liberales. Veo, al pasar, furgonetas y escarabajos Volkswagen, de aquellos en los que viajaban, en los años 70, fumetas con las barbas llenas de margaritas. El paseo está llegando a su fin: ya enfilo Lavender Hill, aunque no huelo a espliego, sino a humo de camiones. Pronto llegaré a Battersea Spanish, donde me esperan alumnos ansiosos por saber más de literatura. Al menos, después de haber visto los paisajes por los que he pasado hoy, creo estar en mejores condiciones de explicar a Dickens.