José Vidal Valicourt, un Fadista para el Siglo XXI
Marina P. de Cabo
Editorial Eutelequia. 2013. 85 páginas. 13€
Tras exiliarse durante dos años en la capital portuguesa, José Vidal Valicourt (Palma de Mallorca, 1969) regresa a la isla y presenta Lisboa song , su nueva novela. Se trata de un monólogo extremo que coloca al lector contra las cuerdas, y que se sirve del universo que el escritor ya creó en sus anteriores obras –universo hecho de periferia, de límites difusos, de desarraigo- para encajar una historia de nostalgia en la delgada línea que separa cordura y delirio al tiempo que dinamita cronologías e identidades. En la redacción de 40PUTES , tras haber deconstruido el libro utilizando sus páginas como posavasos para nuestras mahous, hemos decidido formular al autor las siguientes inocuas preguntas.
Tus personajes se sitúan al margen de la sociedad, en periferias geográficas, al límite de la salud mental. ¿Qué es lo que te atrae de esos estados fronterizos, lo que te hace volver una vez tras otra a ellos?
José Vidal Valicourt: De algún modo, esos personajes me constituyen y comparto con ellos ciertos impulsos. Eso sí, ellos son más exagerados, más extremos. Me atraen esas zonas indocumentadas, esos márgenes en los que uno puede actuar con entera libertad, aunque ya sabemos que la libertad puede ser peligrosa. No se trata de estar loco o de residir en la locura, sino atravesarla, cruzarla. En fin, no que enloquezca uno sino que sea la propia escritura la que se vuelva loca, pero sin perder el control. Y es en el territorio de la literatura o del arte donde uno puede dar rienda suelta a sus obsesiones. Zona de libertad absoluta. Tal vez, la única. Puede que influyera el hecho de que trabajé hace muchos años con personas esquizofrénicas y, sin idealizar puerilmente la locura, asunto delicado donde los haya, sí que detecté mucha brillantez y audacia en sus discursos. Ahora bien, el escritor tiene la obligación canalizar ese caos, de darle una cierta lógica al desorden. De lo contrario, sólo es locura, sin más. En fin, un fracaso.
Con este denso monólogo se lo pones difícil al consumidor potencial del libro. ¿Tienes confianza en el lector?
Sólo creo en los libros que te marquen a fuego o en los libros que se te caigan literalmente de las manos. Dos extremos. Nada peor que la tibieza. Y es cierto que este libro puede “maltratar” al lector. Sin embargo, los comentarios que el libro está provocando son favorablemente pasionales, como si estos lectores en concreto hubieran escuchado la canción de su vida. Un libro, aseguran, para releer, para tenerlo a mano y darle vueltas y más vueltas. Aunque, bien mirado, ¿quién es el lector, así en general? Nadie y todos. Siempre he pensado que el autor no agota su libro, es decir, que el autor no es suficiente. La recepción es múltiple y el autor, en este caso, no tiene ni mucho menos la última palabra. Simplemente, sin los lectores no somos nadie. Más aún: en muchos casos los lectores interpretan el libro de forma mucho más aguda y afinada que el propio autor.
El protagonista es testigo de la caducidad de las cosas. ¿Es el futuro una habitación vacía?
Nunca me han gustado las habitaciones recargadas. No por minimalismo, sino por una necesidad de espacios en blanco, vacíos para respirar. En cualquier caso, siempre me he imaginado la muerte como un estallido de blancura, un exceso de visión que nada tiene que ver con la penumbra tradicional. Al futuro, que le vayan dando. Un engaño, el futuro. Mi lema siempre ha sido: “no lo sé, ya veremos.” Una frase que sin querer suelo ir repitiendo. Los que me conocen se ríen. También es un buen epitafio. Tiene ironía y verdad. No cierra, sino que abre posibilidades.
Tus personajes se encuentran en franca decadencia. En el ocaso de la vida, el sol no tardará en ponerse para ellos. Aun así continúan sin encontrar la razón de la existencia. Ashes to ashes ; ¿cabe esperar algo más? ¿Es la fe en la continuidad de la existencia un absurdo delirio de trascendencia?
Hay que ir viviendo, y hay algo hermoso en ese no buscar la razón de la existencia, puesto que la existencia no necesita razones para ser. No son personajes para nada deprimidos. Pueden habitar en el límite, incluso en la desesperación, pero nunca caen en el lamento. Se tambalean, parece que van a derrumbarse, pero al final aguantan el tipo. Como los borrachos que siguen en pie, cuando los otros ya han desertado o bien ya se han desplomado. Viven en el borde, como si fuesen funambulistas que tropiezan sobre el cable pero siempre recuperan el equilibrio, aunque equilibrio es palabra demasiado formal para estos seres.
¿Participan la mediocridad, la miseria, el desgaste vital, de la idea de belleza?
La belleza es un concepto que ha pasado por distintas fases. La armonía, la proporción y la mesura siguen, a pesar de todo, vigentes aunque residan en la retaguardia. Un concepto clásico que acaba por aburrir, aunque en determinados momentos nos produzca cierto sosiego y alivio. El feísmo no deja de ser una reacción a ese ideal de belleza formal. Por tanto, es su reverso, y también aburre por manierista. Hay belleza en la disonancia, pero no en la miseria como tal. Puede haber belleza en alguien que viva en la miseria, en los ojos tristes y resignados de una mujer que sufre, eso es otra cosa, pero nunca en la miseria ni en la pobreza. La belleza, en cualquier caso, no puede ser mediocre. Si nos movemos en el ámbito de la estética, incluso la violencia puede ser bella. Pero si salimos del territorio del arte, la cosa cambia, y esa belleza que podíamos apreciar en el acto violento, no tiene puñetera gracia.
Mucosidades, detritus, excreciones. Percibo cierto incremento de la escatología en tu nuevo libro, en comparación con los anteriores. ¿A qué responde este hecho? ¿Se trata de una estrategia que permite establecer línea directa con la sordidez?
Tiene que ver con el recorrido de las zonas menos nobles de la ciudad, allí donde dominan los malos olores, aunque esa pestilencia está compensada con el intenso aroma del jazmín. Ahí radica el contraste. Una de cal y otra de arena, y Lisboa es una ciudad muy generosa en este aspecto: del intenso olor a orina al profundo perfume que destilan las plantas y flores, muchas de ellas de origen africano, pasando por el casi permanente olor a pescado a la brasa. La belleza nunca es perfecta. Las mucosidades y excreciones obedecen a los encuentros de los cuerpos que, es cierto, en muchos casos tocan literalmente fondo. Y ya se sabe qué tipo de sustancias hay en esos fondos. Pero de estrategia, nada de nada, a no ser que sea una estrategia del inconsciente, que también puede ser.
Pienso frecuentemente en la trayectoria trazada por el cuerpo hacia la rigidez que desemboca en el rigor mortis. ¿Son conscientes tus personajes de que es ese el único camino?
No he reparado en ello. Sospecho que la rigidez final les importa más bien nada. Lo peor de todo es que todos los muertos se parecen demasiado. Es un igualitarismo obsceno. La vida nos diferencia.
Has permanecido dos años en Portugal. Ahora regresas a Palma. Enumera tres cosas que has aprendido de los lisboetas.
El tacto, la dulzura, sus fórmulas de cortesía, aquí inexistentes, la discreción, el saber estar en silencio y la predisposición a echarte una mano. No necesitan gritar para convencer. Como si al país le hubieran aplicado una sordina. Y eso sorprende, pero al final se agradece. Son más analíticos y pacientes, excepto cuando se ponen al volante. De hecho, al regresar he acusado el golpe. En España suben los decibelios hasta cotas a menudo insufribles. Debo confesar que me costó mucho abandonar Lisboa. Mi relación con las ciudades es muy afectiva, y con Lisboa el grado de afectividad es muy alto. La echo de menos, como si hubiera abandonado a una mujer que nunca debí abandonar. Espero superar este trance.
¿Podríamos decir que tus obras trasladan el realismo sucio, género mayormente norteamericano, a Europa?
Es una forma de decirlo. No estoy seguro. Ya digo que son los lectores quienes tienen la última palabra, y afortunadamente siempre habrá múltiples lecturas y ángulos distintos. Incluso las “malas” interpretaciones son buenas. Bienvenidas sean, ya que aportan distintas visiones. El resto son etiquetas.
¿Es Europa sinónimo de decadencia? ¿Es el carguero Gran Ripango, aparentemente varado en el estuario del Tajo, espejo del viejo continente?
Esta observación ya me la han hecho algunos lectores. Como apunté antes, tampoco soy consciente de ello. En general, el autor no siempre es el sujeto más indicado para hablar de sus libros, pues suele mostrarse menos ocurrente que el crítico avezado o cualquier lector más o menos sagaz. Soy autor, pero no soy una autoridad. Empecé a escribir este libro a mano y solía hacerlo en el Museo de Arte Antiga, a orillas del Tajo. El Gran Ripango estaba ahí, y el libro comienza con esa visión. Puede funcionar como metáfora de una Europa en decadencia, pero al menos conscientemente no apuntaba tan lejos. Las maniobras del carguero son desesperadamente lentas, como si fuese un inmenso animal prehistórico lastrado por una descomunal desidia. Y, sin embargo, se mueve.
¿Dónde acaba la narración y empieza el poema?
Son el mismo cuerpo.
¿Puede la palabra escrita transmitir el silencio?
No sé si lo transmite o solamente lo roza o bordea o lo rodea como si el silencio fuese una presa, casi siempre inapresable. En eso estamos.
Creo encontrar una de las claves del mensaje que pretende transmitir este soliloquio alucinado a mitad de la lectura: “Horacio Oliveira se atrinchera en una habitación del manicomio” (pág. 49). ¿El sueño de la razón produce monstruos?
En cualquier caso, se trataría de un manicomio estetizado en donde reina el arte y el juego. Esa habitación funciona como área exclusiva de libertad, aunque sea en forma de trinchera. Una forma de defenderse de la soberbia de quienes se arrogan el derecho de la cordura y las leyes redactadas por un cónclave de seres aburridos y aborrecibles. Se trata de salvar a toda costa el juego, las ganas de jugar, aunque sea en el límite de lo soportable.
¿Fue la creación del hombre un error gramatical o más bien una excepción ortográfica?
Sin duda, un error. Un glorioso y en muchos casos, deplorable error. Y está bien que así sea. Un error es siempre más fascinante que un acto correcto, que la corrección a todas horas. Somos un fallo, un error y aun así, dicen que somos de lo mejorcito que hay por ahí. Aunque a veces despierto y celebro ser un ser humano. No, cuando despierto no, mejor cuando a punto estoy de quedarme dormido. En fin, todo un acierto eso de ser un error.
¿Posee límites la periferia?
Me abstengo de contestar. Sólo se me ocurren respuestas pedantes.
De entre todas las referencias que mencionas en Lisboa song , regresas una y otra vez a Alain Tanner. ¿Qué le debe tu novela al documental En la ciudad blanca ?
Sí, Alain Tanner. Es un guiño al cineasta, que además sigue vivo y podría poner alguna objeción a su aparición en esta historia. Tanner, como el Gran Ripango, son personajes que sostienen la narración. Siempre hay motivos cinematográficos en mi escritura. Al cine le debo muchas cosas. También aparece, aunque menos, Wim Wenders, que también filmó las calles de Lisboa. Bruno Ganz, el protagonista de En la ciudad blanca , es un suizo que vive en Lisboa una historia de amor. Se le nota que no quiere abandonar la ciudad y volver con su mujer. Se le nota melancólicamente feliz en esta ciudad, como de hecho yo lo he sido también en ella. De todas formas, en Lisboa Song hay motivos que se repiten, riffs que regresan una y otra vez, como ocurre con los estribillos de las canciones o en las improvisaciones de un tema de jazz o, en fin, en las conversaciones que mantienen los ancianos. No en vano, a las ciudades las camino mucho, las pateo hasta el agotamiento físico, como en un travelling lento. Me gusta cambiar de registro, de barrios, detectar los tremendos o sutiles contrastes, las gradaciones de la luz, cruzar un par de palabras con desconocidos. Algunos me dicen que caminar tanto es síntoma de locura. Vale, lo acepto. A estas alturas ya me da lo mismo.
¿A qué suena tu novela? ¿A un tema de Ry Cooder, a una canción de Nacho Vegas o a una pieza de Bach para violonchelo?
Podría sonar, ya puestos, a interferencias. Me explico: recuerda el gesto de buscar sintonías en la radio. Uno va girando y, mientras tanto, uno puede escuchar fragmentos de jazz, fado, punk, morna, blues, quejíos jondos, algún programa en el que sólo se conversa, algo de Tom Waits o de P.J. Harvey, algo de gregoriano para despistar, algo de Bach. Y luego, claro, el ruido blanco, el débil rugido de una aguja que rasca el vinilo cuando ya no hay más canciones.