España
Juan Planas
Puedo imaginarme, sin demasiados problemas de conciencia, el hecho cierto, triste y hasta consumado de llegar a Barcelona, Cataluña, Países Catalanes, oficialmente como extranjero y sentirme, pese a todo, igual que siempre que salgo de casa sin llegar a salir, por completo, de ella. Es decir, siempre que salgo de Mallorca y me dejo invadir por la fascinación y por el asombro ante los infinitos mundos que voy descubriendo, pese a todo, en el extraño mundo que es uno mismo y son los demás y somos todos.
Será, pues, que las coordenadas afectivas no cambian por una independencia de más o de menos, porque no existe más patria, de hecho, que la que nos duele y nos sirve de ubicua referencia, la patria ausente, pero solidaria y generosa, que viví durante meses en alguna urbe arrasada por entre los áridos polígonos industriales del Vallés, la patria que nos devuelve a la verdadera infancia del cuerpo y la mente, a los temblorosos corros de sardanas en Conde Sallent todos los domingos y fiestas de guardar, todos los días en que uno no tiene más remedio que abrir los ojos y mirarse muy adentro y también muy lejos; y se ve ínfimo y, a la vez, enorme sobre un destartalado caballo de cartón, media docena larga de sueños vencidos y todo el universo, todavía, por recorrer.
Es en este punto donde evito la tentación de citar a Pío Baroja o a Juan Ramón . A Pere Gimferrer o a cualquiera de los Goytisolo . A León Felipe o a Cristóbal Serra . En todos ellos me encuentro la misma manera, tan española, de ser españoles. Incluso a su pesar.