Slavomir Mrozek. Historia Universal de la Estupidez
Gabriel Rodríguez
La primera vez que escuché el nombre de Slavomir Mrozek fue en clase de Ángel Zapata, auténtico maestro de escritores (me he encontrado con algunos que se definen como zapatistas en este sentido). Zapata me recomendó que lo leyera, pues en uno de mis relatos había detectado alguna semejanza estructural con los del cuentista polaco. A Zapata le debo, entre otras cosas, que me descubriera a uno de los escritores de relato breve más peculiares del siglo XX.
Ha pasado ya algo más de un año desde la muerte en Niza de Slavomir Mrozek. A pesar de lo bien que funcionan las necrológicas como herramienta de promoción editorial, sigue siendo un autor poco conocido en España, si bien es uno de los más interesantes entre los muchos que la editorial El Acantilado ha rescatado de la bibliografía de Europa del este.
Más que por su actividad como escritor de relatos, Mrozek fue celebrado por sus obras teatrales, algunas de ellas bastante exitosas como Tango o Los emigrados . Como dramaturgo, su afinidad con Ionesco o Beckett es muy evidente. Pero es a mi juicio en sus cuentos donde desarrolla un humor de corte centroeuropeo, heredero de Jaroslav Hasek y contemporáneo de Bohumil Hrabal, con una singular capacidad para detectar el absurdo y desnudarlo hasta su mínima expresión, como si fuera capaz de codificarlo en una ecuación tan sencilla como elegante.
Habría alguna vez que valorar lo mucho que la imbecilidad humana ha aportado a la literatura. De hecho, muchas de las mejores narraciones de la literatura universal cuentan las andanzas de personajes extravagantes, locos o sencillamente memos a más no poder: Cervantes, Dickens, Melville, Saki o Hasek sacaron provecho con no poca crueldad de ese filón que es la estupidez. Casi podríamos parafrasear el final que John Huston (la frase no aparece en la novela de Hammett), citando libremente a Shakespeare, ideó para El halcón maltés: un Bogart filosófico cerraba la película con aquello de que el pajarraco de metal estaba hecho del mismo material del que estaban hechos los sueños . Bien mirado, se diría que Mrozek encontraba a los seres humanos hechos de fatuidad y estulticia.
Imagino que si uno vive la segunda guerra mundial en Polonia y luego aguanta unas cuantas décadas de dictadura comunista dispone también de buen material para trabajar sobre la idiocia. Eso sí, siempre y cuando no sienta reparo por utilizar un poco de humor negro. Forzando un poco la similitud, podemos decir que Mrozek tiene algo de Cortázar con mala leche.
Los relatos de Mrozek funcionan mediante alegorías, ya sean más sutiles o de trazo más grueso, pero siempre delineadas con un tono bufo e irreverente. Una lectura superficial puede reducirlas a una simple crítica del sistema comunista, pero con lo que en realidad se ensañan es con la imbecilidad, adquiera esta la forma que adquiera. Muy a menudo es política, sí, y desde luego desnuda los discursos hueros que con tanta frecuencia encontramos en la clase dirigente y en no pocos medios de comunicación. Por supuesto que la clase política emana de las raíces de la sociedad, lo que significa que la estupidez de las ramas más altas del árbol sube a través de los tejidos vasculares desde el sustrato.
Uno de los relatos de Mrozek que más me gustan es El intervalo, que aparece en la colección de cuentos El árbol (El Acantilado). Rezuma ternura y crueldad a partes iguales. Dos luchadores mexicanos enmascarados pelean sobre el ring durante un largo tiempo sin que ninguno cobre ventaja. Como a los espectadores se les hace tarde, se decide suspender el combate hasta la mañana siguiente. Para mantener la situación tal y como está, los árbitros deciden dejar a los luchadores en la misma posición dentro de un sello de cera. Encerrados, abrazados en el estadio vacío, los dos luchadores conversan toda la noche y van desarrollando la historia intelectual de la humanidad, desde el mito de la caverna de Platón hasta la teoría de la relatividad general de Einstein, pero justo cuando uno de ellos menciona la célebre equivalencia entre energía y el producto de la masa por el cuadrado de la velocidad de la luz, los árbitros funden el sello, los focos se encienden y los dos luchadores deben reanudar el combate entre el rugido del público.
Como en muchos otros cuentos, El intervalo nos sitúa ante la pregunta de si somos memos por nosotros mismos o solo cuando estamos entre una multitud. El ejército, el partido, el público de un espectáculo deportivo, forman parte de ese sustrato social en el que nos diluimos, perdemos voluntariamente parte de nuestra identidad y nos sumamos con alegría a la memez colectiva.
Esa pregunta es solo uno de los muchos motivos que tenemos para leer a Mrozek una y otra vez. La imbecilidad no es el cráter de un volcán que rodeamos en un ejercicio de funámbulo, sino más bien la habitación de un hotel cutre y familiar que visitamos, queramos o no, con cierta frecuencia. Al menos Mrozek nos deja, eso sí, la capacidad de reírnos de nosotros mismos y, por añadidura, de todos los demás.