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ISSN 1989-4163

NUMERO 57 - NOVIEMBRE 2014

El Verano de la Coherencia

Agustín Fernández Mallo

Creo que también aquí el tiempo se ha terminado. El cielo es de un azul intenso, pero dentro de todo color hay a su vez infinitos colores. Ella se ha ido, ha cogido el coche y se ha ido. En realidad todos se han ido. No entiendo por qué cuando alguien se va mete sus cosas en una sola bolsa, a ser posible de deporte, y sale corriendo, debe de ser un reflejo de las películas. Si yo me fuera llenaría todas las maletas posibles. Pasa una paloma mensajera, la sigo con la mirada hasta que la pierdo tras la cúspide de una palmera. Tiro el vaso de zumo de piña a la papelera, tarda mucho en caer; al final suena hueco.

La Tercera Guerra Mundial no dio comienzo el día en que Obama y Putin mantuvieron una tercera conversación telefónica.

Miro de nuevo al cielo y tengo la certeza de que los muertos no nos miran sino que nos intuyen. Apenas ven nuestras siluetas y ya les llega para, si les da la gana, tenernos en cuenta. Pero nosotros también intuimos a los muertos. Dennis Wilson, batería de los Beach Boys participó en una película que tiene el título más perturbador que jamás he oído, Carretera asfaltada en dos direcciones . Creo que si alguien recapacitara acerca de la extraña naturaleza de tal título comprendería a qué me vengo refiriendo.

El hotel está bien, me siento cómodo en este hotel pero no sé cuánto tiempo llevo en él. Sé que cuando llegué ya Obama había mantenido su segunda conversación telefónica con Putin, pero no aún la cuarta. Yo ya entonces había comenzado a pensar en los cuerpos que en bañador se tienden al sol como se piensa en barcos varados, o en peces que una vez muertos las corrientes arrastran a las playas y ahí se quedan.

Una noche ella se despertó muy alterada y me dijo, “¿te imaginas mezclar todas las llaves de las puertas de una ciudad y después repartirlas también al azar entre la gente de esa misma ciudad? Bastaría un acto tan simple para inducir un caos que tardaría siglos en resolverse”. He recordado esto porque aquellos primeros días, en un pueblo cercano al hotel, vimos una construcción que contenía decenas de palomas mensajeras. Las cuidaba una mujer, muy delgada. Las palomas habían salido de sus nidos, que eran meras oquedades en el muro de carga, y revoloteaban tan caóticamente dentro del pequeño recinto vallado que no podías distinguir sus vuelos individuales. A los pocos segundos la masa gris se deshizo y cada paloma regresó a un nido. La mujer llegó entonces corriendo y maldijo porque ninguna paloma había regresado al nido que le correspondía. Se han perdido para siempre, dijo.

Ahora que todos se han ido estoy llegando a unas cuantas conclusiones que considero de importancia. Por ejemplo: el pasado es un lugar lleno de extranjeros, y cada uno somos extranjeros en nuestro propio pasado. Sólo el futuro es nuestro legítimo territorio, el futuro lo estamos haciendo, lo vamos a hacer, incluso con todos muertos que, como he dicho, no nos ven pero sí nos intuyen. De inmediato se me aparece un problema: qué ocurre cuando el muerto que te intuye no es el mismo que aquel a quien tú crees intuir. En caso de darse tal desparejamiento aparece un cortocircuito, una chispa de hielo entre aquel lado y el nuestro, una orgía en la que los cuerpos de los vivos y los muertos en vez de arder se hielan pegados los unos a los otros.

Hay una moda cíclica en el tiempo: el deseo, por parte de los ricos, de aparentar ser pobres. Los vivos a veces no solo intuyen a los muertos sino que por algún efecto dramático desean ser como ellos.    

Hoy una de las palomas mensajeras sobrevoló la piscina, cuyas aguas no han perdido su color azul cielo, y vino a posarse en el alféizar de mi ventana. Me miró de lado [si te fijas ningún ave mira de frente, supongo que no lo necesitan], y permaneció un tiempo así, muy quieta. No le abrí; ninguna paloma mensajera ha llevado jamás un buen mensaje. Horas más tarde me ausenté del hotel, tan solo unos minutos. En las cocinas del complejo turístico cogí botellas de agua. Volví con seis, de litro, metidas en una bolsa transparente. Posé la bolsa en el suelo y medio tumbado en la cama estuve observándola toda la tarde, parecía un castillo de almenas muy altas, y las etiquetas de la marca de agua recordaban a banderas del Reino de las Aguas Minerales de Cancún o algo así. Sentí sed. Por no romper ese Reino llené un vaso con agua del grifo, después le añadí 2 cubitos de hielo del minibar, un hielo sucio, como congelado y diluido muchas veces en otras atmósferas. Pensé en esos cubitos de hielo como se piensa en una ciudad empobrecida, con toda su mugre y sus jardines y sus pájaros y sus cines cerrados y sus franquicias y controles de alcoholemia dentro del propio hielo. De pronto me fijé en que no flotaban, y esa refutación de Arquímedes me invitó a pensar que estos cubitos también querían irse de aquí o ya estar muertos.

La Tercera Guerra Mundial no dio comienzo el día en que Obama y Putin mantuvieron su tercera conversación telefónica, sino la tarde en que ninguna de aquellas palomas regresó al nido que le correspondía.

 

 

 

El verano de la coherencia

 

 

 

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