Tomaba el autobús dos paradas después. Día a día. Con cara de sueño. Nunca se sentaba. Se agarraba al tirador y miraba, sin ver, a través de la ventanilla. No sabría decir hasta que punto era más atractiva que bella. Pero le gustaba. le gustó desde el principio. Era casi imposible que se fijase en él, atrapado entre aquellos cuerpos que traqueteaban al ritmo del vehículo. La observaba anónimamente. Sólo alguna vez sus miradas se cruzaron. Un instante. Un parpadeo.
Descendían en la misma parada y tomaban direcciones opuestas. Él se despedía de ella con un “hasta mañana” imaginario e inaudible.
El resto de la jornada transcurría monótono. En algunos momentos de calma en el trabajo intentaba aislarse y recrearla mentalmente. Pensaba en como abordarla, en como conocerla. Se había convertido en una obsesión.
Un día decidió seguirla al bajar del autobús. Deseaba saber más de ella. Vio como compraba los periódicos en un kiosko y como abría la puerta de aquella oficina. Patentes y Marcas. Rezaba el rótulo. Con un trozo de papel en la mano se acercó al ventanal, una vez hubo entrado, simulando buscar una dirección y apenas la distinguió al pasar, sentada tras una mesa. Debía inventar un plan para acercarse a ella. Sí. Lo haría.
Llegó a la oficina como cada día. De nuevo la rutina de atender a los clientes que solicitan patentar o registrar los más variados objetos y utensilios. O bien revisar las memorias descriptivas que acompañan a los mismos. Chismes de dudosa utilidad en su mayoría, aunque algunos realmente ingeniosos. Su sorpresa no fue absoluta al verle entrar. Le conocía. Coincidían en el autobús casi a diario y sentía como era observada a hurtadillas y cuando era ella la que le miraba, intentaba él desviar sus ojos, evitando ser descubierto. Una vez al menos notó que la seguía hasta la oficina. Por ello no se sobresaltó cuando se dirigió a ella con familiaridad
- Perdona – dijo – Nos hemos visto en el autobús. ¿Verdad?
- Sí – contestó ella - ¿En qué puedo ayudarte?
- No quisiera molestarte – se atrevió a balbucear. Y, armándose de valor, continuó – Hace tiempo que te veo a diario y me agradaría conocerte mejor. Te he seguido y por eso sé donde trabajas. Por favor, no te asustes. Si te molesto, dímelo y me iré tranquilamente.
- No. No me molestas – dijo ella, aún sorprendida – Aunque debes reconocer que tu comportamiento es un tanto extraño.
- La verdad es que soy terriblemente tímido. – se justificó – Probablemente no tenemos amigos en común y nadie nos hubiese presentado y – prosiguió - no he querido abordarte en el autobús. Me ha parecido mejor seguirte hasta aquí, aunque comprendo que puedas sentirte agredida de algún modo...
- No..., bueno... – dudó ella – No es usual presentarse así, compréndelo. Pero, en fin. ¿Qué deseas?
- Nada en especial – se animó – Vivo solo en esta ciudad. Conocerte. Charlar contigo. Salir algún día. Por cierto – inquirió de pronto, atropelladamente - ¿Estás libre? ¿Tienes novio, marido o algo así?
La pregunta quedó en el aire unos segundos. Ella se preguntaba a su vez que peligro podría correr accediendo a las pretensiones de aquel desconocido. Últimamente no había tenido demasiada suerte con los hombres y eso la hacía estar un tanto reacia a cualquier aventura.
- Salgo a las siete – se decidió de pronto – Espérame en la cafetería de la plaza. - ¡Qué caramba! ¿Por qué no? – Se dijo mientras contestaba.
Se sentaron en un velador junto al gran cristal que permitía observar, al otro lado, el intenso tráfico que circulaba por la plaza a aquellas horas. Se contaron sus vidas. Se sintieron a gusto. No tenían prisa. Era suficiente por aquel día. Se verían mañana en el autobús. Sí. Había sido agradable.
- ¡Oye! - dijo él mientras se ponía el abrigo – Déjame que anote tu número de teléfono. Por si puedo llamarte algún día. ¿Tienes algo para escribir?
Ella rebuscó en su bolso y le alargó un bolígrafo. Cuando se dio cuenta de su error estaba ya él manipulando aquel objeto.
- Pero... ¿Qué es...? – La pregunta quedó sin terminar.
La detonación sonó seca. Como un martillazo. ¡¡Bang!!El cayó al suelo como un fardo, con los ojos muy abiertos y un orificio rojo en la frente.
En aquel instante, hechos y pensamientos se entremezclaron en la mente de ella como en una secuencia de película a cámara lenta.
Él estaba allí, boca arriba, como un guiñapo. Muerto. Ella gritó aterrada, mientras recordaba, como en un paréntesis fotográfico, el momento en que un cliente le había regalado, por la mañana, aquel bolígrafo de defensa – muy útil para mujeres solas, le ha dicho – que ella había guardado distraídamente en el bolso.
Ella gritó aterrada, mientras se acercaban algunos curiosos.