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ISSN 1989-4163

NUMERO 47 - NOVIEMBRE 2013

Lestrade

Jesús Zomeño

            El dueño del Dragón Rojo, en el 29 de Hanbury Street, sodomiza a Lestrade con frecuencia y por aburrimiento. Se cobra así toda la ginebra que se bebe el inspector cada noche. El trato lo firmaron hace mucho tiempo.

            Es la triste rutina del borracho. Cuando entra al retrete para vomitar, el dueño le sigue y se procuraba el alivio en apenas un minuto. Hay mucho de odio y poco de placer.

            Un secreto del que nadie sabe nada, salvo Holmes.

            -Tengo un miembro enorme, es de caballo, y lo odio. Me duele tanto cuando me penetran por detrás, que eso me hace aborrecer el sexo y atempera mis propios instintos –le contaba Lestrade.

            A Holmes esas confidencias le traen sin cuidado, porque considera que el inspector es un hombre mediocre.

            Al dueño del Dragón Rojo, por su parte, no le gustan los hombres. Lo que le gusta es humillar al inspector de Scottland Yard y procurarle el mayor dolor posible. El resentimiento le riega excitación, ese rencor hace que su pene endurezca y le revienten las venas por tanto odio como circula por ellas, así disfruta hacíendole daño al otro cuando lo penetra.

            El tabernero no ha tenido suerte en la vida, su mujer está loca y no tiene dientes, pasea con una perra que siempre anda preñada y que cuando nacen sus cachorros se los come. Mientras la perra se come a sus cachorros, la mujer del tabernero le canta himnos religiosos.  El hombre nunca tiene prisa para volver a casa. Ha tenido tres hijos, pero dos están en el ejército y al otro lo ahorcaron en prisión.

            No ha tenido suerte en la vida, pero cree que el inspector lo tiene todo, que es un hombre afortunado. Todas las noches presume delante de él de su traje nuevo, de su autoridad y de las flores que decoran en primavera su casa de Bayswater. Por si fuera poco tanta soberbia, antes de irse a casa, entra al retrete para vomitar el alcohol y disimular delante de su esposa y de su cuñada. Eso también fastidia al dueño del Dragón Rojo, tener que fregar luego todas las miserias que derrama el inspector por el suelo del retrete.

Por eso no se contuvo. La primera vez que fue detrás y vió que se inclinaba para arrimar la cabeza al retrete, se bajó los pantalones detrás del otro y lo abrió en canal a pesar de los gritos del polícia. Al terminar, el inspector quedó sorprendido, se tocaba detrás con la mano y le daba asco, pero no decía nada. El tabernero, que estaba agotado por el esfuerzo, le pidió perdón aquella primera vez. Sin embargo, desde entonces, cada noche, se repite el odio de uno y la resignación del otro.

            Cuando el tabernero sodomiza a Letrade, siente que está equilibrando el mundo. Que lo justo es humillar al poderoso al menos una vez al día.

            Hoy el inspector ha sorprendido al dueño del Dragón Rojo: después de que éste lo sodomizara, Lestrade le ha pedido un beso.

            Ya he dicho que el tabernero está convencido de su mala suerte.
           

 

286 Maravedís

 

 

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