Viajo en tren hasta Vic. Allí he quedado con mi hija mayor y su madre. Es domingo y viajo solo. Para colmo, voy leyendo poemas de Vladimir Maiakovski. Pienso en su enorme corazón tempestuoso, atravesado por una bala. Pienso en la paradoja que supone que tan tremenda vitalidad acabe con una nota suicida, eso sí, una nota no exenta de humor. Aseguraba sólo hacer lo que le producía alegría. Eran otros tiempos. Por entonces, también se hablaba de revoluciones. La diferencia es que se hablaba desde la ingenuidad, ya que aún no podía saberse cómo acabarían todas aquellas arengas. Ahora sabemos que todo termina mal, que por eso es importante centrarse en lo que nos produce alegría. Llego a Vic. El edificio frente a la estación se encuentra inundado de “esteladas”. Cruzo la calle y me meto en el primer bar abierto. Entretengo los minutos con un café y Facebook. Pienso en lo que pensaría Maiakovski, que tanto odiaba a los chismosos. Sin embargo, siempre amó las novedades, todo lo que fuera revolucionario. Es probable que anegara las redes sociales con proclamas y poemas. Abandono mis elucubraciones en cuanto veo a Floriane. En el aeropuerto de Barcelona, me encuentro con una amiga y su marido. Ella le pregunta a mi hija: “¿Adónde vas?”. Floriane responde: “A España”. Nos pone en bandeja el chiste. “De momento”, dice el marido de mi amiga, “esto sigue siendo España”. Todos sonreímos. Floriane, por supuesto, no entiende el chiste. Caminamos de la mano hacia la puerta de embarque. Con eso basta, quiero creer.