Aquella tarde, después de muchos años de darle la espalda, el comisario Bermúdez se detuvo a contemplar el mar. Aquella superficie ilimitada y sobre todo enigmática como su alma. La sensación de reinar una efímera paz entre las aguas calmadas le ofrecía un momento de calma, pero sólo un momento. Ya había llegado a una etapa de su vida donde aprendió bien que la aparente tranquilidad escondía muchas veces en su interior el principio de la guerra, el desorden de la realidad para transformarse en caos, alteración. Ya no estaba seguro de nada. Era un hombre que veía cómo se tambaleaban sus tablas, las de dentro y las de fuera.
Miró la mar que se besaba con el cielo antes de emprender juntos el crepúsculo mágico de la tarde y volvió a estas alturas a su paríso perdido. Se vio a sí mismo 50 años más joven, cuando ir a a la playa era una aventura que ilusionaba todas las posibilidades. Cuando el destino era el juez hasta las últimas horas de la tarde y los bocatas de atún, aderezados con migajas de arena y la lata de Coca Cola eran el mejor manjar que podían ofrecer los dioses. Se vio con sus primos, con sus padres, en estancias veraniegas que casi le hicieron saltar las ventanas del alma. Aquellas mañanas inacabables desde muy temprano para dorar sus cuerpos en formación al sol, recorrer en mil carreras la silueta plácida de la orilla, imaginándose caballeros en lides medievales o atletas que buscaban el Olimpo, o conquistadores de nuevas tierras que llevarían sus gloriosos nombres o gansters de la ley seca, perseguido por los intocables, o interminables partidos de fútbol en la arena donde ellos eran las estrellas del momento, los generadores de las gestas balompédicas que serían recordados por legiones de aficionados muchas temporadas más tarde y nunca caerían en el olvido y la desaparición.
Los instantes en que sintió que el tiempo era nuestro, nos pertenecía y por tanto éramos inmortales. El tiempo de las posibilidades abiertas a todos los mares, el tiempo del amor correspondido, de hijos a padres y de padres a hijos y familiares. El tiempo de la caramadería con los amigos eternos pero que el azucarillo de los días sucesivos disolvería como fruta en aguardiente. El tiempo de la ilusión y las verdades incontestables. El tiempo sin preocupaciones. El tiempo de la verdad y la felicidad.
Bermúdez recordaba y recordaba y una pequeña neblina le atravesó los ojos. Habían transcurrido 50 años, hasta llegar a sus actuales 55, los cabrones como se dice en los ciegos. Él estaba allí fumándose un cigarro tras otro, recordando, imaginando, analizando cómo había navegado su vida. A veces se preguntaba delante del espejo, cuántas veces había traicionado al niño aquel, qué rastros quedarían en sus entrañas, en su conciencia, en el fluir de los días sobre su cuerpo. No veía claro que quedase nada permanente tras tantas épocas, tantos golpes y descreencias. Su amigo, el inspector Rodríguez, cuando lo veía ojeroso, se acercaba a su mesa, apoyaba su mano en el hombro de Bermúdez, su amigo y le decía: "¡Desengáñate, quedamos nosotros!, los que hemos sobrevivido a estos tiempos de cambios y dificultades. Llevamos nuestro saco a cuestas con todo el equipaje de recuerdos y vivencias y las derrotas que nos hacen estar más alerta y más humanos".
Bermúdez evocaba con el pitillo entre los labios las palabras de su amigo, sí uno de los pocos que ha mantenido a través de los calendarios, en su profesión dura, desconfiada, agria, espejo de todos los espantos sociales y amarguras de una sociedad contradictoria y puñetera.
Siempre le había gustado vivir cerca del mar. La presencia de las olas y la brisa marina le relajaban de las tensiones diarias, que podía llamarse paz. La calma de espíritu que ahora mismo buscaba, mientras observaba el baile de las olas antes de adoptar su decisión final.
Pérez: ¿Tú crees que se irá?
Roldríguez: No lo sé.
Pérez: Creía que toda su vida era la policía...
Rodríguez: Lleva demasiado tiempo en el cuerpo y ha visto demasiada mierda. Ten en cuenta que ha subido poco a poco y ha visto mucha de la basura que esconden las ventanas; y sobre todo parece que los últimos casos parece que le han reventado los cojones.
Pérez: Supongo que te refieres a esos sobres que aparecieron en las taquillas de ciertos compañeros y esos nombres en clave…
Rodríguez: A medida que corregíamos pruebas, pinchábamos teléfonos con autorización judicial y se iniciaba la instrucción de los sumarios, otros jueces sacaban a la calle a estos tipos, que se gastaban la pasta a espuertas.
Pérez: Fue bueno cuando hicimos la redada en el "Light Star" y pillamos in fraganti a varios de esos politiquillos en calzoncillos o en pelotas. Encima los cabrones pagaban con tarjeta visa de sus organismos públicos. Los polvos a cargo del contribuyente.
Rodríguez: No olvides el último caso de asuntos internos que dirigió. Me parece que ese descubrimiento lo ha hundido.
... continuará