-¿Ves al señor mayor con el pantalón de raya planchada? -Le pregunta María Pilar del Pozo, cuarenta y cuatro años, divorciada y sin hijos, al novio que se acaba de echar. -¿Cuál, ese alto? -Pregunta a su vez David Enrique Vallejo, veintinueve años, nacido en Lima y criado en La Fuente de San Luis. -Sí, cariño, ese. Fíjate en el chaquetón que lleva doblado sobre las piernas, seguro que se lo compraría en un comercio de barriada de aquellos donde trabajaba cara al público el mismísimo dueño que, mientras efectuaba la venta, le iba diciendo al cliente: se lleva usted una prenda de calidad, un tabardo de piel vuelta con forro de pura lana virgen. ¡Casi nada! De lo bueno, lo mejor. El gris marengo es muy sufrido, y da mucho empaque. ¡Y la planta que tiene!... El dueño vendedor llevaría una cinta métrica colgada del cuello y estaría mascando una pelusa mientras seguía hablando: Le queda que ni pintado. Un tres cuartos. A la última.
-Bueno, ¿y qué? -Le dice David Enrique Vallejo a María Pilar del Pozo.
-Nada, que el señor, con los años, habrá tenido que comprarse un chaquetón nuevo (continúa yendo a la suya María Pilar, sintiéndose inspirada, segura de haber encontrado una clave). Pero la vida cambia al compás de las modas, y a quien no las sigue, le pasa lo que le pasa. Antiguamente se le decía “tabardo”, más tarde llegó el gabán, luego el terno, la trenka, el anorak. Hasta que llegó la chupa. El tabardo se lo llevó el viento y con él al comerciante de los mofletes rojos por el alterne con la clientela. Se retiraron los mostradores de madera cuarteada y se encendieron los luminosos de los grandes almacenes. Empezaron a sonar los éxitos orquestales por el hilo musical, al poco los cuarenta principales de la efe eme y después el pop-rock digitalizado. Cada vez las luces tenían más vatios y más metros cuadrados las grandes superficies. Con la música tecno llegaron los contratos precarios...
-Todavía no alcanzo a ver por dónde vas, María Pilar, bella mía. -Insiste David Enrique Vallejo.
-...Hoy en día hay más vendedores que interesados, y no se les llama ni dependientes ni clientes –continúa ella, erre que erre-, sino gestores de marketing o público meta. Las multitudes rebuscan en montones abaratados mientras un ritmo trepidante los enfebrece...Y el señor, que ha estado trabajando en su taller, pagando sus cuotas, leyendo algún diario deportivo, criando a los menores y casando a los mayores, ¿cómo se las habrá arreglado para comprarse un tabardo? Un día entraría en un comercio de los que ahora se ha tragado el área comercial. Subiría por una escalera mecánica y le preguntaría educadamente a una chica uniformada con chaleco ceñido: -Por favor, señorita, ¿tienen ustedes tabardos? La vendedora es de familia bien y masca chicle. -¿Que si tenemos qué? (Maria Pilar del Pozo hace un gesto irreverente y desenvuelto). -Un abrigo, una pelliza. (Ahora imita la voz de señor apocado).-Si lo quiere tipo plumífero (voz ripipi), mire en Deportes. El tipo parka lo tiene en la planta Caballeros. -Muchas gracias, señorita. -El señor habrá pensado que ya volvería en otra ocasión, que esto no le pasaba en vida de su señora, que a ver si encuentra la salida, que quizá pueda tirar con el tabardo otro par de temporadas. Al pobre hombre le han cambiado el mundo delante de las narices, con un pase de birlibirloque, como hacían los trileros.
David Enrique se levanta y le cede su asiento a una embarazada. No sabe qué significa trilero, ni terno, ni gabán. Tiene ganas de bajarse del autobús y fumarse un cigarro.