Me gusta tratar las palabras como un artesano trabaja la madera o la piedra, tallarlas, esculpirlas, tornearlas, pulirlas, hacer brotar los motivos, los acordes, las fugas de sonidos que expresan algún impulso lírico, alguna duda o convicción de espíritu, alguna verdad confusamente percibida que debo intentar alcanzar o comprender.
Dylan Thomas
La Literatura, como la propia Historia, se rige por impulsos cíclicos. Es un hecho probado cómo cada generación busca unos colores propios y disiente en parte de los de la anterior, entroncando a su vez con los que ésta ya había rechazado. Se implanta así un orden nuevo que posiblemente recupere o recicle algunos valores considerados hasta entonces ya desfasados y que una vez más vuelven a ser fuente de inspiración. Y se inicia de este modo otro ciclo que no tardará en volver a ser cerrado.
A este esquema, o parecido, responde la evolución de la poesía inglesa de la primera mitad del siglo XX, que en la época en que Dylan Thomas comenzaba a escribir había dado la espalda a ese panteísmo tan peculiar de la cultura celta que había caracterizado la obra de muchas generaciones anteriores.
En la década de los años treinta, la línea poética dominante en Inglaterra oscilaba entre el intelectualismo de T.S.Eliot y el materialismo de H.Auden, que habían eliminado lo imaginativo y espiritual de la poesía, propugnando una transformación de corte social.
Fue el llamado movimiento apocalíptico, en cuyo seno podría adscribirse a Dylan Thomas, el que puso fin a esta línea intelectual e ideológica de la poesía, retomando una vez más lo emotivo y lo romántico como fuentes básicas de inspiración: lo místico, lo profético, lo religioso, la luz interior del poeta que desde Blake había iluminado muchos de los mejores poemas de la literatura inglesa de los últimos siglos.
Baste recordar aquí una de las citas más célebres de Thomas para corroborar la magnitud del cambio que su poesía supuso respecto a la de la generación anterior: “Estos poemas – refiriéndose a Collected Poems -, con todas sus crudezas, dudas y confusiones, han sido escritos por amor a los hombres y para alabanza de Dios, y sería yo un loco rematado si no lo fueran”. Palabras que ponen de manifiesto el distanciamiento temático y formal que separaba por aquel entonces ambas corrientes.
En cualquier caso, pese al posible encuadre generacional de su poesía, Dylan Thomas confirió siempre a su obra un sello propio, una originalidad basada en el ritmo y sonido de las palabras y en las evocaciones continuas de la infancia, que adquieren en su escritura una importancia de primer orden.
Influenciado en parte por los surrealistas, Thomas recrea en su obra un universo saturado de extrañas imágenes y dotado de una musicalidad y una cadencia irrepetibles, una poesía exaltada y onírica, religiosa en cierto modo, que despierta en el lector resonancias dormidas, esa canción biológica que emana de los más profundo del hombre y que tan bien habían entonado anteriormente Shelley o Yeats, por citar algún ejemplo.
Todo lo cual, unido a su azarosa biografía y a su prematura y trágica muerte, ayudó a potenciar la leyenda que aún gira en torno suyo.
Nacido en Swansea (Gales) en 1914, Dylan M. Thomas manifestó desde niño una potencialidad innata al ensueño y la poesía, rechazando cualquier otra responsabilidad y convirtiéndose muy pronto, a raíz de la publicación de Dieciocho Poemas en 1934, en una de las más sólidas promesas de la literatura inglesa del pasado siglo.
Con tan solo veinte años, fue unánimemente elogiado por la crítica y reconocido en los círculos más influyentes de la época (“El suyo no solo es un libro prometedor: es más bien la clase de bomba que estalla, como mucho, una vez cada tres años”, afirmó Desmond Hawkins en la revista Time and Tide). Éxito que vinieron a consolidar poco después Veinticinco Poemas (1936) y Mapa de Amor (1939), dos libros llenos de alusiones a la infancia y estampas soñadas, que situaron a Thomas entre los más grandes poetas de su tiempo siendo aún joven.
Concebidos para ser escuchados, además de leídos, los citados poemarios juegan su baza más brillante en el sonido, generando, como los mantras budistas, una fuerza hipnótica capaz de transmitir imágenes y sensaciones. Algo a lo que debieron contribuir, sin duda, las frecuentes colaboraciones radiofónicas de Dylan para la B.B.C., que le acercaron al gran público y sirvieron para romper la figura típica del poeta como intelectual etéreo y maldito.
Aunque junto a esa celebridad, está también la otra cara de la misma moneda: el Dylan alcohólico e irresponsable, irascible, embustero y falseador… Los testimonios que de esa época han aportado sus biógrafos y amigos, y en especial su esposa Caitlin, muestran el verdadero carácter del poeta, bebedor, farsante y en continua deriva, un hombre de múltiples caras en función de la gente a la que se dirigiera: cultivado y solícito con editores, pero violento y grosero con los seres queridos; iluminado y angélico, bufón, cínico y enfermizo… Todo un cúmulo de contradicciones. Como contradictoria fue también su escritura, densa y llena de símbolos, fantástica y luminosa a veces, pero también inquietante y sombría.
Sus obras posteriores, Retrato del artista cachorro, Defunciones y nacimientos, y en especial sus Collected Poems: 1934-1952, que reunían la mayor parte de su poesía, no hicieron más que acrecentar su fama hasta el momento mismo de su muerte, en noviembre de 1953: una mezcla explosiva de alcohol, morfina y barbitúricos que truncó súbitamente su carrera.
Quizás la imagen más conocida de Dylan Thomas por aquellos días, los que precedieron a su muerte en Nueva York, sea la de un hombre colorado y rechoncho, con un vaso mediado de whisky en la mano, rodeado de las jóvenes admiradoras que se prendaban de él en sus lecturas.
Yo, en cambio, como supongo que otros muchos, prefiero imaginarle en su Gales natal escribiendo sobre el misterio y la santidad de la vida, la iluminación del hombre, ese salmo interior que, por gracia divina, tan cadenciosamente le fue dado entonar.
Una cuestión simple de fe.