Hace dos temporadas la Cinemathèque Française de París nos sorprendió con la exposición Brune/Blonde, una mirada al mundo cinematográfico a través de las cabelleras más emblemáticas de la gran pantalla. A lo largo de la historia, la representación figurativa de la mujer ha quedado incuestionablemente ligada a un elemento aparentemente anecdótico como puede ser la cabellera. De forma cultural, tanto en oriente como en occidente, el cabello de una mujer conserva connotaciones mucho más profundas de lo que podríamos pensar. El cartel de la exposición nos mostraba un fotograma de Penélope Cruz en Los abrazos rotos (2009) con una llamativa peluca rubia platino. Ver a nuestra actriz más internacional, paradigma de la belleza hispana, luciendo una peluca a lo Marilyn no deja de desconcertarnos. Justamente, esta muestra ahondó en las diferentes lecturas que nos ofrece tan singular elemento.
La cabellera en sus múltiples variantes ha sido entendida como un símbolo inherente al universo femenino. Mediante ella, la representación de la mujer ha expresado inocencia, sensualidad, castidad e incluso lujuria. A nivel pictórico, en el XIX fueron diversos movimientos (Simbolistas, Prerrafaelitas, Modernistas y Estetas) los encargados de difundir una iconografía de mujeres de largos cabellos como precedentes de la femme fatale. Estas mujeres acostumbraban a lucir melenas sueltas como símbolo de su independencia. Solían pintarlas pelirrojas, ya que esta tonalidad estuvo siempre asociada a lo prohibido. Sus composiciones sobre brujas, vampiras, prostitutas o mujeres consideradas peligrosas, femmes tentaculaires, coincidían en el color rojizo de sus cabellos.
Ya en el terreno cinematográfico, es de rigor comenzar por la heroína hitchcockiana. El director británico tenía una especial debilidad hacia un ideal de mujer refinada. Actrices como Grace Kelly, Eve Marie Saint o Tippi Hedren contenían aquella belleza fría e inaccesible que resultaba tan excitante y sensual para el realizador. Dentro de la contención característica en esta tipología de mujer, las intérpretes llevaban su cabello cuidadosamente peinado y recogido. Un buen ejemplo será el moño en espiral que luce Kim Novak en Vértigo (1958) al cual Hitchcock dedicará un primerísimo primer plano. En este film, la actriz interpretaba a la vez dos personajes antagónicos; Madeleine Elster, la rubia refinada, y Judy Barton, castaña y más corriente. Al igual que Hitchcock, la cinematografía de Luis Buñuel recurrió a la sensualidad escondida en la rubia fría en apariencia, encarnada como nadie por Catherine Deneuve.
En el cine siempre ha sido común esta dualidad entre la mujer rubia y la mujer morena. Grace Kelly compartiría protagonismo con las morenísimas Katy Jurado y Ava Gardner en Solo ante el peligro (1952) y Mogambo (1953), respectivamente. Podemos comprobar cómo la coloración del pelo no es algo gratuito: en muchas ocasiones va ligado a una lectura moral. Normalmente la rubia natural -las rubias platino merecerían otra consideración- representaba valores positivos, de mujer inocente, mientras que la morena prefiguraba una personalidad mucho más libre y sensual. Seguramente, una de las escenas más recordadas de Gilda (1946) será el famoso baile de Rita Hayworth deshaciéndose de sus guantes y agitando su melena oscura sobre el escenario. Las morenas solían presentar una moralidad cuestionable en el cine de antaño. Theda Bara, paradigma de la vamp, tenía por costumbre retratarse con sus cabellos sueltos ofreciendo una imagen erótica y enigmática a la par. La mujer de melena oscura resultaba ser frecuentemente una figura amenazante para el protagonista masculino y terminaría metiéndolo en multitud de problemas. Desde otra perspectiva, también habría que mencionar la heroína neo-realista, representada como nadie en la figura de Anna Magnani, poseedora de una belleza mediterránea poco estilizada, casi brutal e incontrolable. Esta figura iba a ser retomada nuevamente por Pedro Almodóvar en el personaje que interpretaría Penélope Cruz en Volver (2006). Su Raimunda rendía un claro homenaje a esta tipología.
Es innegable la enorme influencia que ha ejercido el cine en la vida cotidiana. Las actrices han sido y son referentes para el espectador y en multitud de ocasiones sus gestos, su forma de vestir o su peinado han logrado trascender más allá de la pantalla. Fue Louise Brooks una de las primeras estrellas que marcaron estilo a través de su conocido corte de pelo, que fue imitado en el periodo de entreguerras por innumerables féminas. Pero uno de los referentes más singulares será el de Veronica Lake. La actriz, de cualidades interpretativas poco notables, llegó al estrellato en los años 40 gracias a un peinado que la hizo mundialmente famosa. Dicho corte, llamado peek-a-boo-bang, consistía en una melena ondulada color platino que cubría parcialmente el lado derecho de su rostro. El éxito fue tan grande que, en cierto momento, el departamento de guerra de los Estados Unidos pidió a la Paramount cambiar el peinado de la actriz, ya que las mujeres que trabajaban en las fábricas de armamento corrían el riesgo de enredar su melena en los engranajes de las cadenas de montaje. Más adelante, el cabello corto a lo garçon que lucía Jean Seberg en Buenos días tristeza (1958) o Al final de la escapada (1960) establecería un patrón de chica intelectual, alternativa y rebelde que sería continuado por otras actrices como Mia Farrow o la modelo Twiggy. Y otro ejemplo, mucho más reciente, lo encontramos en el peinado que lució Audrey Tatou en Amélie (2001). La estética de la película influyó determinadamente, y algunas espectadoras se sintieron cómodas dentro de aquella estética de chica ingenua y romántica.
Finalmente, otro de los aspectos más recurrentes dentro de esta temática lo encontramos en el mundo de las pelucas. Este objeto casi fetiche que nos adentra en asuntos como la usurpación de la personalidad o el travestismo, merecería todo un capítulo por sí mismo.