Ejecuta un jovenzuelo a
Brahms en
Eslovenia.
La ventana del
edificio de en-
frente
me mira malhumorada
con un ojo brillante como
el mismísimo
sol.
Atraviesa con su oro los cereales
divinos,
eufóricos,
cálidamente sensatos,
radiantes.
Esta ciudad está repleta de
niños
geniales
con CI propulsados por
turbocompresores diésel
que pululan por las avenidas
estridentes
miserables
con muecas de saber qué
se hacen
a cada
instante.
Como directivos en
aeropuertos:
conocen su destino
con cada pulso
del reloj.
Aplausos.
Más aplausos.
Un gato triza los plásticos que le
sepultan.
El piano bufa nombres
consonánticos.
Ruge una motocicleta concertada
con el chirrido de violines.
Neones.
Gana la noche su
dominio sobre
los tejados. Los
arropa.
He sabido que no hay libación
que no lleve un código
de barras en la etiqueta. Dioniso
alquila una novia por horas, hace
un número de strip-tease subido
a una funda de guitarra y pide
que le presten algo suelto para volver
a casa en metro.
Pero no hay casa a la que
regresar. No
después del juego del saltamontes
psicótico.
