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ISSN 1989-4163

NUMERO 37 - NOVIEMBRE 2012

 

A Propósito de una Muestra Retrospectiva (Fragmento)

Lalo Borja

                                                    A Sahara, Marina y Camilo

La memoria acuña sus propios códigos, su impronta le permite oficiar de lejos en el tiempo un evento particular, un gesto, una palabra, una caricia que permanece guardada para siempre en nuestra mente.

Mis más antiguos recuerdos son la caída del general Gustavo Rojas Pinilla, en Mayo de 1957, mirando desde un balcón la turba jubilosa celebrando el fin de la dictadura y la aparición del cine en mi infancia. Debo a mi padre esta herencia que aún conservo.

De pequeño esperaba con impaciencia la llegada del Domingo para ir, después de la misa de rigor, a la función matinal con mis dos hermanos.

Si la eucaristía era la liturgia, el cinematógrafo era la aproximación a un nuevo ritual no menos sagrado. Allí en la pantalla, tela avivada por la magia de la luz entrelazada en las sombras, se celebraba el advenimiento de secretos vistos y escuchados en la oscuridad, intocables, llamativos.
Eran por lo general películas de aventuras hechas a la medida de nuestra ingenua edad: las cintas de Tarzán con el gran Johnny Weissmuller; las de espadachines, entre quienes figuraban prominentes Erroll Flynn y Burt Lancaster y aquellos inolvidables filmes de vaqueros cuyos héroes eran representados en su mayoría por John Wayne y Gary Cooper.

Hubo siempre en mis ojos una avidez por asimilar todo aquello sin esquivar por un segundo la imagen luminosa hecha pradera de ensueño, mar encabritado o misterioso laberinto del terror.

El cine europeo en blanco y negro fue sin duda mi más temprana influencia. Es algo que asimilé indiscriminadamente desde una edad temprana hasta bien entrado en mis treintas. Mi estética visual se afinca en el cine italiano y francés de la posguerra.

De aquella visión oscura surgió mi deseo de retratar y acumular un canon fotográfico…

EL OTRO ORIGEN

Me llamaron la atención las sombras bailando entre sí, cual si fueran títeres animados por la luz proyectada de una lámpara. La visión venía de un árbol erguido por encima de la pared desde donde la luz filtraba siluetas de hojas espejeantes en la superficie de cal.

Las formas jugueteando desde lo alto creaban un efecto singular en la pared de un largo patio en Cali, Colombia. Allí, mientras miraba ensimismado sentí el ufano deseo de retratar lo que la luz creaba en su pausada algarabía de sombras.

Absorto en el instante imaginé lo bueno que sería fotografiar aquel fugaz evento, si tan sólo hubiera tenido una cámara. Ese fue mi primer deseo consciente de hacerme fotógrafo.

Alguien alguna vez se interesó por saber cuál había sido mi momento definitorio, el encandilamiento que habría de cambiar mi vida camino de Damasco. Sin titubear relaté mi memoria de aquel mediodía, sentado frente a aquella pared mientras esperaba a la muchacha que un día me haría hombre.

En abril de 1973, con veinticuatro años encima, salí de casa con destino a Toronto, Canadá. De ser un joven interesado en la literatura y el cine me hice uno más entre los millones de trabajadores de restaurantes en la América del Norte. Mi función consistía en recoger los platos ya terminados por comensales y lavar ollas en la cocina ruidosa, Babel de piel oscura donde se castigaba el idioma inglés con furia ciega: práctica iniciática común al inmigrante raso.

Pocos días después de haber llegado salí a deambular por la ciudad. Era primavera y sus calles tenían ese aire luminoso que pinta todo de un esplendor dorado.
Curioso por ver, por escuchar y olfatear, entré a una pequeña librería y hallé en sus estantes “Las Lineas de mi Mano”, de Robert Frank.

El descubrimiento del libro del fotógrafo suizo-americano repercutió en mi imaginación por mucho tiempo.

Ahora que escribo estas líneas he vuelto a abrirlo y encuentro detalles que entonces no pude comprender. Es poesía visual de múltiples configuraciones aleatorias en que prima la revelación de lo nimio y su aceptación como parte importante de un todo más complejo.

Tuve la fortuna de haber hallado una mujer, mi primera esposa, que me enseñó el claroscuro arte de la fotografía. A Margaret Thurlow, ya fallecida, debo el inicio de todo aquello que vendría después.

Hay, por supuesto, mucha más tela de dónde cortar pero debo respetar la paciencia del lector.

Vale decir que mi vida en estas últimas cuatro décadas ha sido dedicada a fotografiar, a guardar el registro de mis andanzas, mis amores y mis desengaños. Ahora, ya entrando en el ocaso de mis años me encuentro en Inglaterra, todavía inmerso en los vericuetos de la imagen.
He sido fiel a mis instintos y las vueltas de la vida me han hecho desembarcar en el puerto de la docencia, desde donde continúo ejerciendo, espero, una influencia sana y creativa en las mentes de cientos de adolescentes en Canterbury, Kent.

Las imágenes que acompañan esta crónica dispersa han sido tomadas en muchos de los sitios que he visitado y con seres que he encontrado…

 

GALERÍA MÜ, BOGOTÁ, COLOMBIA, NOV 2012-ENERO 2013
“RETORNO”, EXHIBICIÓN FOTOGRÁFICA DE LALO BORJA

El texto del artículo en su totalidad puede ser leído en la revista El Malpensante (www.elmalpensante.com) edición de Noviembre 2012

 
 

 

 


 

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