En París, el Sena lo entendí siempre como una prenda íntima de las mujeres. “El Sena es todo lo que le resbala a una mujer por las caderas cuando se desnuda”, me decía Ágata.
Ágata decía también que odiaba a todos los “imbéciles hijos de puta”, lo cual tampoco es decir mucho porque se supone que todos odiamos a los imbéciles hijos de puta. Pero ella lo decía como si los tuviera delante y les ladrara. Era una declaración de principios; sin embargo, aunque aparentara un carácter fuerte y dominante, lo cierto es que no tenía buen ojo con los hombres y se dejaba seducir por la fatalidad.
Se pintaba de verde las uñas como Sally Bowles, aunque nunca hubiera leído el libro de Isherwood e imitara al personaje solo por el cine. Le gustaba decir que el mundo estaba a punto de estallar y vivía como si estuviera en la cubierta del Titanic al anochecer. Decidía sin reflexionar y no aprendía de los errores. Era como si la vida le hubiera explotado en la mano y aún llevara anudado en un dedo el extremo del hilo... Cuando yo escribía a casa me gustaba hablar de ella y analizarla era como presumir ante mis padres de mi reciente madurez.
Mi padre no dijo nada, pero mi madre me advirtió que tuviese cuidado, que las mujeres como Ágata son teatralmente complicadas porque, en el fondo, así disimulan su simpleza. Sin embargo, a mí me fascinaba su fantasía, esa facilidad que tenía para alterar el orden y el sentido común de las cosas, demostrándome que siempre era posible algo más que el triste sueldo de funcionario de mi padre o que los chorros de tinta que le caían por el cuello a mi madre cuando se teñía el pelo en el cuarto de baño.
Por eso, siguiendo los consejos de Ágata, frecuenté las librerías de los bouquinistes a lo largo de la ribera del Sena. La lluvia administraba la belleza a costa del beneficio. El agua pasaba por el río pero los libros viejos quedaban, Heráclito hubiera podido bañarse dos veces en el mismo poema. Todo consistía para mí en pasear eligiendo un libro de cada puesto y después, cada tarde, comprobar si lo habían comprado. Ese juego me distraía. Medir el tiempo con las ausencias.
Todo el mundo me había hablado de mi obligación de aprender muchas cosas del Louvre, pero cuando entraba me gustaba pasear con un libro en la mano, como si fuera un pasillo del metro y yo estuviera de paso. Con mi aparente indiferencia me burlaba de la pedantería de esos que miran un cuadro como si odiaran a las personas que están vivas. Las estatuas miraban a las paredes y despreciaban a los hombres, materia perecedera. El guardia, por su parte, desconfiaba de mi libro de poemas, no sabía quién era Apollinaire ni, mucho menos, que disparaba un cañón que hubiera roto el silencio del museo.
Se ha escrito poco, o nada, acerca de los pararrayos de París. A mí me gustaban, acaso porque poco o nada se ha escrito acerca de ellos. Absorben la energía del cielo para que tanta energía no llegue a nosotros y nos obligue a hacer cosas inútiles. Había en la esquina una frutería que regentaba un pakistaní. Él vendía la fruta por piezas y yo vivía al día. Se esforzaba por ser amable en francés y sonreía cuando yo entraba, pero a mí me bastaba con una manzana a cambio de una moneda. A veces me comía la manzana por el camino y hacía la digestión en casa. Los pararrayos nos protegían de un exceso de energía que no necesitábamos.
De noche, con su ventana abierta frente a la mía, Ágata se desnudaba escuchando música en un gramófono antiguo. La invité a mi casa para beber vino blanco y escuchar la radio, porque no tenía otra cosa; pero Ágata contestó que la música le emocionaba solo en disco de pizarra, porque así se aseguraba de que estuvieran escuchando al otro lado los iguales a ella, antiguos fantasmas de la belle époque.
Fue un verano sin dinero, sin tiempo y sin huevos en la nevera.
El piso me lo habían prestado unos vecinos franceses de donde veraneaban mis padres en Torrevieja. Ocurrió durante una partida de cartas, en la que mi padre apostó que yo no aguantaría más de tres días fuera de casa. Estaban jugando al chinchón en la terraza de nuestro apartamento. Mi madre se molestó porque sabía que, en el fondo, mi padre la culpaba a ella de que yo pasara todo el día en la cama. Por disimular su disgusto, mi madre se levantó y fue a la cocina. Regresó con berberechos y más cerveza. Para mí era lo de siempre, otra discusión, me relajé delante del televisor. Mi padre se lamentó de que yo fuera un inútil, se descartó de una sota y pinchó un berberecho. Mi madre fue a por una bolsa de patatas. Los franceses trataron de mediar a mi favor, acaso por simpatizar con mi madre, que les sacaba la comida, y propusieron prestarme el mes de agosto su casa en París.
Una historia patética lo de ir a París por medir mi grado de idiotez. Acepté porque Laura había roto conmigo por teléfono, y mi amigo Andrés se pasaba todo el día estudiando. Mi padre pensó que le saldría barato enviándome en autobús. Al llegar, la casa estaba sucia y el sumidero atascado. Realmente no era donde vivían los propietarios, sino un piso viejo que alquilaban a estudiantes en invierno. Estaba en la calle Traversiére, cerca de la estación de Lyon. En un armario había una caja llena de sobres de sopa y en la nevera un paquete de leche.
Tiempo no tenía para verlo todo, a pesar de que la primera semana le dediqué más de doce de horas diarias a callejear. Sin embargo, Ágata redujo mis objetivos a tres lugares que repetí cada día. Me acostumbró a ir por la mañana hasta el Puente de Tolbiac, por la tarde a pasear por la ribera del Sena y cada noche por la Plaza de Les Vosgues. Ella decía que la rutina nos hace amar mejor a una ciudad y nos distancia de los turistas. El mundo es sencillo, si eliges una parte pequeña que llevarte a la boca.
Huevos no me quedaban en la nevera, había conocido a Ágata cuando vino a pedirme un huevo y solo pude ofrecerle un vaso de leche, pero luego supe que estaba agria. A ella no le importó demasiado cuando la probó, ni a mí tampoco que escupiera en el suelo de mi cocina el sorbo de leche agria, porque ya me había enamorado de ella.
Ágata se cortó las venas a finales de agosto, sin motivo aparente. No dejó escrita ninguna nota. El pakistaní dijo que no era suicidio si no había nota, pero ya he dicho que ella todo lo improvisaba. Cuando se la llevaron, yo decidí cambiarme a su apartamento porque tenía una llave. Limpié la sangre de las paredes, todos los días limpiaba la sangre de las paredes, nunca dejó de brotar. El pakistaní decía que todos los cadáveres dejan una sombra detrás.
Duré poco, en septiembre ya vinieron mis padres a buscarme. Algo había cambiado para siempre. Mi madre me encontró demasiado delgado, demasiado ojeroso, demasiado distante. Mi padre, sin embargo, nunca me reprochó nada. Murió la semana pasada. La última noche que pasé con él en el hospital, cuando ya apenas hablaba por la metástasis en el pulmón, mi padre se quitó la mascarilla de oxígeno y me preguntó:
-¿Cómo se llamaba aquella chica que conociste en París?