Exceptuando a los propios políticos y, quizás, a una porción del gremio periodístico que pudiera padecer una especie de síndrome de Estocolmo hacia esos consumados actores y actrices a quienes, día tras día, tratan de dotar de sentido analizando al detalle sus palabras y hechos, es hoy muy poca la gente que no muestra una abierta desconfianza hacia la clase política. La crisis ha abierto de par en par unas costuras que muy probablemente no estaban tan bien sujetas como nos habían hecho creer. La tentación de arremeter contra la clase dirigente está a flor de piel así como también el riesgo de dar rienda suelta a pulsiones populistas que desemboquen en la entronización del salvapatrias de turno. Un riesgo que un país con la escasa tradición democrática de España muy probablemente no se pueda permitir.
Sin embargo, la decepción, el desencanto, la frustración y hasta la ira no tienen por qué ser necesariamente canalizados en una tensión destructiva, pese a lo poderosa que resulte dicha tentación. Al contrario, la mejor respuesta ante el deterioro de la política –aunque yo preferiría denominarla el poder; hoy, pese a las trabas que se la impone, la política está muy viva en la calle y en la red-, o de la casta que en España la representa, no es otra que la emergencia de una ciudadanía viva, dinámica, activa, que asuma un mayor protagonismo en el devenir de la sociedad en lugar de esperar que sean los políticos quienes, por delegación, se encarguen de todo. Sin un control social efectivo se corre el peligro –hoy evidente- de que éstos se acaben convirtiendo en un fin en sí mismos cuyo máximo objetivo sea su perpetuación en el poder a fin de gozar de las prerrogativas y prebendas que éste brinda.
La alternativa sería, por tanto, el surgimiento de una ciudadanía más responsable y comprometida. Una ciudadanía que se interese por el destino que se le da al dinero que deposita en los bancos y cajas de ahorro y no solo por el interés que recibirá a cambio, que se informe acerca de la procedencia de los artículos que consume y de las condiciones en que fueron producidos y transportados y no solo sobre su relación calidad-precio; una sociedad que se revele lo bastante madura y competente como para exigir una mayor fiscalización sobre el destino que se da al dinero que paga a través de sus impuestos, a través de una transparencia absoluta y de un mayor margen de actuación respecto de lo que cada ciudadano quiere o se niega a financiar.
No basta ya con votar cada cuatro años para a continuación desentenderse hasta las siguientes elecciones. La propia crisis y las nuevas tecnologías dejan en evidencia un sistema, una manera de proceder más propia del siglo XIX que del XXI. A cambio, los ciudadanos deberemos dedicar algo de nuestro tiempo y de nuestros recursos a recuperar para nosotros buena parte del terreno de juego que dejamos en manos de los políticos. Solo entonces podremos exigir con plena justicia el redimensionamiento de la casta política, no ya de sus privilegios, una vez demostremos que estamos dispuestos a asumir una mayor responsabilidad a cambio de obtener más voz en las decisiones que nos afectan.
Mención aparte –aunque perfectamente ilustrativa del estado de cosas que aquí propongo- merece la situación de la cultura ante el fin, o drástica reducción, de la era de las subvenciones públicas. En primer lugar se echa en falta algo de autocrítica por parte de los responsables y beneficiarios acerca del modo como se ha repartido el dinero público a los denominados creadores durante todos estos años. Ello hace que la extendida sospecha sobre prácticas clientelistas, si no directamente corruptas, no se haya desvanecido lo que dificulta y mucho la labor de defenderlas ante el ciudadano de a pie.
Pero es que la cultura amamantada con el dinero público corre siempre el riesgo de devenir complaciente y, a la postre, amanerada –algo no muy distinto de lo que durante este tiempo les ha ocurrido también a los sindicatos-. Ha llegado la hora de que los auténticos creadores de este país den un paso hacia adelante y empiecen a crear una cultura afilada, crítica, incómoda, libre, que conecte con la realidad de la gente, sin ataduras ni sumisiones. Una cultura que se adapte a las necesidades de los nuevos tiempos, que brote de la sociedad y que ofrezca un espíritu de guerrilla, que resulte realmente dañina para con los abusos de poder y que supla con un mayor compromiso e intensidad la falta de medios a la que se ve abocada. Como ocurre tan a menudo la situación de la cultura –y no tanto de los indicadores económicos, que a menudo funcionan como una cortina de humo- serviría como paradigma de la situación en que hoy permanece sumida la sociedad española.