La palabra sugiere inmediatamente laberinto, angustia, lugar de sombras y extravío. Más que físico, el laberinto, es errar mental, multiplicación de senderos posibles y entre todos ninguno que haga pie en el hallazgo: ¿qué idea luminosa será capaz de liberarte del lastre de ambular sin rumbo, a expensas del azar? La peor sensación de laberinto ocurre cuando ya crees vislumbrar la salida, y te percatas que todo es ilusorio, que el pretendido resquicio salvador es un cuenco voraz que succiona los esfuerzos y planes de evasión. Pero aún existe una posibilidad: sumarte a ese juego interminable de abrir grutas y agregar atmósferas sombrías, en calidad de portador de algún agente extraño al laberinto: el humor, por ejemplo. Exactamente, intenta enajenar al laberinto con los ecos de tu risa: jala por las uñas enroscadas al intruso de pies en hervidero, hacia tu propia maraña, funda en su vaivén interminable el contrajuego de los ecos de tu risa: que se pierda al entrar en tu boca iluminada.
Pasos de “Salsipuedes”, libro de relatos del leonés Alejandro García. Laberinto de laberintos, juego de cajas chinas: sal si puedes. El concepto trashumado en los sentidos. Los sentidos recreando fantasmas de la infancia-adolescencia. Los fantasmas discurriendo en un original lenguaje de contraseñas a través del barrio amado (el Coecillo) que en funciones de personaje primordial le reclama su desamor, su olvido, a la ciudad.
Los asideros –como en todas las historias de García- son rotundamente reales: la guerra cristera, la familia, los amigos, los puntos de referencia tradicionales hoy prácticamente engullidos por la entraña consumista (el Malecón del Río, el llamado Arco de la Calzada con su león de cantera, la Catedral, el Puente Barón, el Mercado República, la antigua ‘zona de tolerancia’, la Central de Autobuses, ciertas calles, ciertos personajes), algunas imágenes y ritmos cercanos a la llamada “Época de oro del Cine Mexicano”, las alusiones cultas que se agregan sin razón aparente al fluir del laberinto, la pandilla como factor de identidad del “barrio bravo”, la familia disfuncional que emerge prestidigitada en ejemplo por gracia de la fe, el taxista –ésta especie de Leopold Bloom región cinco, éste Ulises de pacotilla- que literalmente hace de la ciudad su laberinto, y el prostíbulo-baile de máscaras-fiesta popular-pelea callejera-asalto verbal adonde los personajes humanos del relato llegan a intentar embonar las piezas de su conturbación existencial.
A Salsipuedes, casa/ciudad sin accesos evidentes, se entra por los traspatios; por veredas, baldíos y esquinas en donde las pandillas han sentado sus reales; por los mitos urbanos que saltan mimetizándose de una época a otra; por el lenguaje más insolente posible; por los ancianos aferrados a la música de sus años mozos; y hasta por las habitaciones de sórdidos hoteles que guardan secretos inconfesables. No se pretende ofrecer significados, aprehensiones lógicas, sino el suceder de situaciones según van acudiendo a la memoria. Sólo se plantean escenarios. Pero este viaje sin atisbo de conclusión, seguramente agota también al laberinto. Si quieres que se eche a tus pies, dale bola, sorpréndelo con tus bifurcaciones, ríete de él a carcajada limpia, ya te dije, pues si algo no soporta el señor éste, según dicen, es el ingenio y la ausencia premeditada de silencio. Que en Salsipuedes haya fiesta, emborráchalo al cabrón con sus mismas cucharadas: y quizá distienda un poco su rebujo.
¿Pero a cuál intrincamiento te refieres? Son quizá demasiados Salsipuedes para lograr etiquetarlos, y cada uno tiene sus propios vericuetos. Un primer escenario sería la ciudad/ cancha/ de/ badmington –para ponerlo en términos deportivos- en donde cada habitante porta una raqueta hiperactiva, que ha ido saliéndose de tiempo, aumentando de revoluciones conforme ha ido creciendo la ciudad, pero el objetivo a percutir, la pelotita emplumada (a horcajadas de la generosidad y demás virtudes del alma provinciana) flota pacientemente, en vuelo más que retardado, sin lograr conectar con su pretendido emisor: la raqueta rebota únicamente vacíos de primer mundo. El León fundacional, el entrañado, ondea sólo como débil música de fondo de la expansión de la ciudad. Identidad y desarrollo aún no se encuentran: se nos dice. Y éste es talvez el más claro juicio de valor expresado en el libro. Lo demás es caminar con pasos tambaleantes por pasillos de azogue, entre espejos fracturados, recompuestos y vueltos a romper... Podemos también encontrarnos (o perdernos más bien) en los gélidos pasajes de la ciudad estadística, la de las cifras lucidoras en asuntos de dinero; o en la urbe más antigua, de marcadas divisiones sociales pero concordante en cuestiones de fe; o en la masa gremial constructora de pasos para el resto del mundo; o en la realidad abisal del barrio y la pandilla; o simplemente en el León reinventado por la literatura, éste, cuyo artificio desborda el libro mismo, y ya se encuentra delineando muros y calles ciegas en éste intento de reseña.
Si hay alguna verdad flotando en la maraña, es que Creamos nuestros propios espejos, nuestros propios mitos y enemigos, aunque nadie se fije en nosotros: los mismos fantasmas a los que tanto tememos y odiamos palidecerían de pavor por nuestra capacidad de venganza y proyección si los dejáramos existir (pag. 17).
Ya se anuncia desde la estructura misma del relato en las subidas, bajadas, idas, venidas y notas fuera de borda (Po-la d’ananta katanta paranta, como diría el poeta José Coronel Urtecho en lenguaje misquito). Desde los nombres jocosos de algunos personajes (Vitola, la Pequeña Lulú, Cangrejito Playero, Vara Pitayera) ya se revela: la risa desenfadada, es la única vía de escape del laberinto.