"Las leyes son como las mujeres, están para violarlas".
José Manuel Castelao Bragaña
No desde la nostalgia de cualquier tiempo pasado fue mejor, sino desde la añoranza de una perspectiva de crecimiento natural, podemos decir que un banco era antes un lugar donde guardabas tu dinero; ellos te lo cuidaban o te lo prestaban si te hacía falta más. Un político era un experto en gestión pública a quien elegías como alcalde, presidente o concejal desde tu ideología, perspectiva o cosmovisión. Y una monja era una monjita. Cada cual leía el editorial de su confianza, iba a la parroquia de su barrio, se confiaba al hospital general o clínica cara según sus gustos o posibles. Entregabas a tus hijos a la escuela pública, privada o concertada... Todos nos quejábamos en el bar de la esquina de la carestía de la vivienda o de las maldades terroristas. Éstas nos parecían disfunciones a regular o vestigios del pasado que había que actualizar. Pero nuestro mundo era nuestro país, el de siempre, el que iba mejorando después de que se acabara la guerra, se lo apropiara el franquismo y cuarenta años más tarde iniciara su emancipación ilusionante.
El mundo de la gente estaba compuesto por factores infinitesimales que, entrelazados, formaban una historia, un devenir, un proceso continuado de eventos en busca de la perfección o, al menos, de la funcionalidad óptima (por utilizar un término operativo). Existía un mosaico multicultural tendente al respeto mutuo y a la regulación de sus carencias con sus excedentes. Cualquiera, excepto los agoreros cenizos, podía sentir la imperfección del presente y al mismo tiempo esperar con cierta base lógica desenlaces satisfactorios. Se daba un flujo inagotable de información, un reciclado de los sistemas, un análisis de sus componentes. Disponíamos de una memoria colectiva y de una definición clasificatoria. Era un mundo imperfecto. Todos los somos. Cualquier organismo lo es. La vida lo es por definición. Pero era nuestro mundo, el de toda la vida. Lo comprendíamos a nuestra manera. A veces lo cuidábamos y a veces lo descuidábamos. Era real.
Hasta que se descubrió el pastel, saltó la liebre, pillamos in fraganti al banquero, al político, a la monjita... Algunos, los suficientes, habían estado escamoteando el dinero, la realidad e incluso los bebés. Corrompiendo el sistema y poniéndole palos en las ruedas antes de que echara a funcionar. Violando las leyes porque para eso estaban escritas, lo mismo que las mujeres, que para eso son atractivas, para que las violen. Y, mientras, el gracioso de turno bromeaba bobamente, sin contención ni vengüenza ninguna, pervirtiendo y envileciendo el trabajo de todos, el derecho de todos, el país de todos. Bromeaba bobamente con frases letales tergiversadoras. Tenemos muchos maestros de frases ingeniosamente truculentas y venenosamente ingenuas. Mientras España comía mejillones y gambitas en el bar, las frases tejían el telón y los graciosos perpetraban el latrocinio. Grandes frases para los slogans de campaña, frases torticeras y rimbombantes diseñadas por periodistas cortesanos, frases simpáticamente desintegradoras para la hora del vermut con aceitunas.
Nuestro país compuesto de áreas lingüísticas complejas, comunidades idiosincráticas o municipios de tamaño variado, está oculto tras una oscura y putrefacta trama de frases altisonantes. Por favor, hablemos de lo que son las cosas. Digamos ya lo que hay que decir como hay que decirlo: con respeto, lógica, cordura, compasión, exactitud, fidelidad.
"Las leyes son como las mujeres, están para violarlas". ¡MENTIRA! Desautoricemos una y mil veces esa frase dicha “sin intención”. El hombre que no comprenda la vileza que encierra esta frase, que permanezca allí donde no exista mujer ni ley alguna. (“Mujer” en su condición suprema, delicada y excelsa igualada al “hombre” en su condición suprema, delicada y excelsa. “Ley” en su acepción de justicia y bien común).
Si las leyes estuvieran para ser violadas como mujeres, ¿qué clase de hombres definirían y aplicarían la legislación? ¿Para qué serviría esa legislación y qué derecho ampararía a las mujeres? ¿Se debe bromear sobre esto? ¿Puede un Consejero General permitirse tal “desliz”? ¿Será por hacerse el gracioso, el campechano y el populista? ¿Será por participar de la simpática onda desintegradora de la razón que nos atenaza?
Alemania y otros países vecinos critican nuestra mentalidad “de fiesta”, al igual que toda Europa señalábamos en su día a Italia con su graciosillo Berlusconi. Mientras tantos científicos propios y ajenos investigan, tantos médicos curan, tantos mecánicos arreglan averías, tantos periodistas buscan la verdad o tantos políticos, la honestidad... ¿a cuántos gracios@s y/o cleptóman@s tenemos que soportar, alimentar y dispensar? ¿Dónde está nuestro mundo? Era imperfecto, pero lo queríamos mejorar. Aún queremos.