“O cambiamos de rumbo o nos hundimos todos”, este podría ser el resumen del actual estado de cosas. Si haciéndolo como lo hemos hecho hasta la fecha casi estamos en un tris de naufragar (hemos sufrido serios daños en casco y castillo de proa, arriesgando en mucho nuestra flotabilidad), icemos de una vez la vela hacia nuevos rumbos como hacen los navegantes avezados cuando la corriente les es adversa.
La existencia de la crisis actual, bautizada ya como La Gran Depresión II, es la constatación de que después de la Segunda Guerra Mundial el afán reconstructor se trocó en afán de crecimiento imparable y se nos fue la mano. El choque de dos ideología tan dispares como el capitalismo y el comunismo, ambas en busca de “sociedades justas”, al tiempo que contribuían a salvajes derramamientos de sangre, tuvo cuanto menos como resultado que el triunfante capitalismo moderara sus ansias creando por ejemplo la protección social. Ignoro si el capitalismo es la mejor de las soluciones o la peor pero si sé que el capitalismo salvaje no lo es, y que el crecimiento imparable no existe, es un espejismo. Lo sé yo y lo sabemos ahora todos, ¿verdad?, no volvamos pues a hacernos los longuis.
Sucedió que el desarrollismo desaforado inoculó su veneno: la avaricia (pecado capital para el catolicismo que tanto lo ha practicado y vicio nefando donde los haya). Y la avaricia de la facilidad crediticia (rima fácil) nos llevó hasta donde estamos hoy, claramente en un callejón que se nos antoja sin salida, oscuro como boca de lobo y donde reinan las falsas promesas, los reproches mutuos y lo que es peor, la indecisión, algo ya más que alarmante a casi cuatro años del estallido de la crisis.
Se mire por donde se mire, la pregunta no es qué sucedió, que lo sabemos bien, sino cómo la han encajado los millones de ciudadanos que la sufren. ¿Cómo se atreven los miles y miles de incautos que atendieron los cantos de sirena de los bancos a echarles la culpa a estos? ¿Alguien les obligó a aceptar esos caramelos intoxicados que fueron inversiones inmobiliarias disparatadas, flamantes coches que no necesitaban, vacaciones de ensueño? Y lo que es aún peor, ¿cómo se atreven los bancos a exigir –no pedir- ser recapitalizados por los estados? Y finalmente, ¿cómo osan los estados no asumir sus culpas, que consisten en haber permitido que los incautos fueran engañados por los bancos? A cada uno su responsabilidad; y visto lo visto, habiendo ya salido a la luz cómo se mueven los hilos (Wikileaks, etc.), tan difícil no resultará establecer las proporciones.
Los agentes económicos, políticos y sociales ya han hecho el diagnóstico: la codicia de los bancos despertó la codicia de los particulares, la bola se hizo gigantesca y estalló. Ahora toca no sólo asumir las consecuencias sino también la parte de culpa: en ello estamos, a decir verdad a ritmo de caracol y con unos líderes de opinión pusilánimes hasta la vergüenza ajena. A nadie le gusta que el médico le haga saber que la culpa de su dolencia es en parte suya (por comer o beber en exceso, por no hacer ejercicio, por lo que sea). Pero es ese médico y no el otro, el complaciente, el que genera confianza, el que juega con la verdad y no con el engaño. No queremos placebos para combatir la enfermedad, queremos evidencias, y la evidencia es que todos somos culpables.
Desde que la Ilustración trocó depredación por civilización, desde que se optó por imponer las luces de la razón no por capricho sino por mero instinto de supervivencia (íbamos a acabar despeñándonos), la ignorancia es la gran enemiga. Hemos vuelto a caer en ella, de cuatro patas. Nos engañó el confortable sofá desde el que contemplamos canales de televisión que nos tratan como consumidores, no como ciudadanos. Se impone que volvamos a ser los dueños de nuestro destino, que cultivemos la conciencia crítica que el embobamiento general rehúye, para que nada ni nadie nos vuelva a dar gato por liebre. Y ahí la educación juega un papel fundamental: gastemos nuestros ahorros, si nos quedan, en educarnos, no en comprar absurdidades e ir por la calle como hombres y mujeres cartel, rebosantes de marcas comerciales.
Ahora toca no repetir esquemas obsoletos, no tropezar con las mismas piedras, no errar el tiro. Y es por ello que ante una fecha electoral tan significativa como la que se avecina, votar mal puede suponer un gran desatino. Algunos dirán que todos los políticos son iguales, que tanto da votar a unos que a otros: mentira. Si la derecha y la izquierda fueran idénticas ya no existirían, no seamos inocentes. Nadie ha sabido afrontar la crisis hasta la fecha (ni gobierno ni oposición) y como dice el candidato socialista con gran sinceridad, nadie va a empezar el día 21 a crear empleo porque no resulta factible. La solución viene de otros mimbres que hace falta trenzar entre todos. Y sólo quien esté dispuesto a arriesgar el tipo político para liderar ese cambio la logrará. ¿Será Rubalcaba? No lo sé, pero sí tengo la certeza de que no será Rajoy (un partido que ha puesto palos en las ruedas desde la oposición, en detrimento de todos, incluidos sus votantes, no está cualificado para gobernar).
Resumiendo: un sistema injusto ha acabado con la economía global y, de persistir esa injusticia, seguirá haciéndolo. La ética del capitalismo desaforado ha fracasado y está en juego construir un planeta sostenible, donde se imponga el sentido común, porque de ética del sentido común estoy hablando. Albert Einstein dijo que«la única cura contra el daño causado por el progreso es el progreso ético de uno mismo». Sin ética no hay salida, no hay luz al final del túnel. La falta de deontología nos ha sumido en él, se impone volver a ella como única cura.
Dicho esto las reglas de juego deben cambiar y nada mejor para reflexionar sobre ello que el periodo pre electoral que vivimos. “Democracia real ya” sea acaso el lema más certero que he visto entorno al movimiento de indignación del 15M. Llenemos de sentido común el pozo de miedo y extravío en que hemos caído. Valiosas son a este respecto las palabras pronunciadas por Naomi Klein el 6 de octubre en Manhattan ante los participantes de Ocupa Wall Street: “Ser horizontal y profundamente democrático es maravilloso. Estos principios son compatibles con el duro trabajo de construir estructuras e instituciones que sean lo suficientemente robustas para que puedan sobrellevar las tormentas que vienen” (“La cosa más importante del mundo”, La Jornada, 16/XI/2011, trad.: Tania Molina Ramírez). Porque esa es la realidad y no otra, la tormenta no cesará hasta que aprendamos a hacerle frente.
Y como me ha salido un artículo demasiado serio, terminaré con un chiste de El Roto que dice: “El que no haya derecha e izquierda no quiere decir que no haya arriba y abajo…”. ¡Ja ja! Cierto, la brecha entre la derecha y la izquierda cada vez es más fina, del mismo modo que el capitalismo, para no suicidarse, ha tenido que arrimarse en algunas aspectos al ideario comunista. Pero sigue habiendo derecha e izquierda, y de la inclinación hacia una u otra depende nuestro futuro global. O sea que voten bien, y sobre todo voten.