Yo soy un urbanita. Quiero decir que no entiendo la naturaleza de fuera de la ciudad. También la ciudad es naturaleza. Menos naturaleza, probablemente. Pero también lo es. Porque es obra humana. No entiendo la naturaleza de fuera de la ciudad. Me maravilla. Pero no la entiendo. Me da miedo. Me da miedo perderme en la más accesible de las montañas. Me da miedo -al tiempo que me fascina- la corriente de un río. Me da miedo la mansedumbre de la vaca que invade, indiferente, la pista forestal. Me da miedo una tormenta. Y el sol que pica mi cáncer de piel me da mucho miedo. Me aterra la oscuridad de la noche del campo. Y amo su luna.
Yo me acerco a la naturaleza salvaje desde mis libros. Desde mi pluma. Desde la lírica. Para mí la naturaleza es, fundamentalmente, la potencia. Su potencia para la creación de palabras. La posibilidad de intentar traducirla. El reto.
Por ejemplo. Ahora mismo estoy cómodamente sentado a la orilla de la piscina del hotel. Es un hotel de montaña. Hay muchas estrellas en su rótulo. Aunque menos que en el firmamento. Claro. Es un hotel cosmopolita. Elegante. Con toda la ostentosa imperfección de lo burgués. Mientras la naturaleza se escribe, una niña se está bañando. Nueve. Diez años. Su cuerpecito perfecto. Una juguetona promesa. Inocente belleza. Como fondo, una montaña se sucede a otra. Uno, dos, tres, cuatro, cinco infinitos planos de infinitos verdes en infinita sucesión de alturas. Pero hay un farallón rocoso que pone límite a todo esto. Una gigantesca pared de piedra que cierra el infinito. Que lo acota. Que lo corta. Que lo termina por arriba. No es el horizonte abridor. Es una frontera sin más allá que cierra el panorama como una atenazadora cremallera. No sé cómo se llama esa sierra. Cómo se llaman sus picos. Yo soy un urbanita. Pero, sobrepasando su denominación toponímica, orográfica, se llama, cruelmente, final.