Ha producido cierto revuelo –¿desconcierto, perplejidad?- el reciente anuncio del nombramiento de José María Aznar como presidente del consejo asesor de un organismo que buscará “mejorar el conocimiento sobre el cambio climático.” Más de uno habrá pensado que nos hallamos ante una nueva versión de Aznar en clave ecologista, como si se tratara de un madelman –contábamos ya con las versiones de estadista mundial, literato, conferenciante de alto postín, atleta, financiero internacional y modelo de peluquería- al que se le acaba de cambiar el disfraz, eso sí, no sin antes comprobar si tiene o no pito.
La sorpresa se produce porque el mismo Aznar se autocalificó en su día de ecologista razonable y sensato, un calificativo que conviene traducir de la jerga neocon a tenor del tipo declaraciones de las que vino acompañado: críticas a que en tiempos de crisis económica se dedicaran recursos a “causas científicamente cuestionables como el cambio climático”, equiparaciones del cambio climático con una "nueva religión que condena a la hoguera en la plaza pública a aquellos que osen poner en duda sus tesis", o críticas a que "los abanderados del apocalipsis climático"destinen miles de millones de euros, a "resolver un problema que quizá, o quizá no, tengan nuestros tataranietos". Pero no, que nadie piense que Aznar ha cambiado de chaqueta, o que se la ha quitado sin más como si por fin hubiera empezado a notar los efectos del calentamiento en sus propias carnes partiendo desde las axilas.
Los acérrimos defensores de la ideología ultraliberal o neocon desde un principio recelaron de la creciente alarma ante la posibilidad de un cambio climático, no ya por una supuesta falta de evidencia científica sino por que –una vez arrumbada la alternativa ofrecida desde la izquierda política- el clima constituye la mayor amenaza para la libertad individual tal y como ellos la conciben. Ante la magnitud del problema no resulta difícil anticipar la necesidad de una respuesta global, colectiva, que, pese a las formidables resistencias, conlleve la adopción de medidas reguladoras –y he aquí, por fin, la tan temida palabrita- de obligado cumplimiento a escala mundial, algo que provoca escalofríos en quienes contemplan y actúan como si el planeta Tierra fuera un escenario donde la posibilidad de negocio ha de ser irrestricta, ilimitada e infinita. Sólo así se entiende la virulencia de sus ataques contra los “profetas” del cambio climático. “Es la ideología, estúpido”, ligada a poderosos intereses económicos que se podrían ver perjudicados –pensemos, por ejemplo, en la industria de los combustibles fósiles- o que tienen mucho que ganar, y no la evidencia científica, lo que les guía.
Una vez la evidencia cobra fuerza –basta para ello registrar las temperaturas anuales y compararlas- y sus efectos se hacen palpables –esos inoportunos deshielos en casquetes polares y glaciares-, qué mejor que aceptarla y buscar el modo de influir en cómo se articula la respuesta. Porque, al igual que todo cambio, el climático producirá beneficiarios y perjudicados y representa, por ello, una oportunidad desde el punto de vista económico, una magnífica ocasión para hacer negocio.
Como su propio nombre indica, el Global Adaptation Institute, esto es el organismo del que Aznar ha sido nombrado presidente del consejo asesor, promueve, en primer lugar, la adaptación, la adecuación –la palabra empleada es resilience- al cambio climático, no así su combate. Se trata de asesorar a países pobres sobre la mejor manera de afrontar las consecuencias del cambio, de lo que se deduce más bien una labor de consultoría. Quizás resulte revelador que el presidente de dicho Instituto sea el antiguo sub-director del Banco Mundial, o que en él juegue un papel relevante la ministra de Asuntos Exteriores durante el gobierno de Aznar, Ana Palacio, en la actualidad vice-presidenta del coloso empresarial francés de la energía nuclear, Areva. Resultan así esclarecedoras las declaraciones formuladas en su día por su antiguo jefe de gobierno en el sentido de que “para cuidar lo que tenemos” se puede “trabajar activamente para reforzar el mix energético con energía limpia y segura como la nuclear”. Tampoco conviene pasar por alto la donación de diez millones de dólares al Instituto, incluso antes de haberse puesto en marcha, por parte de NGP Energy Capital Management, un gigantesco fondo de inversión –su capital asciende a casi diez billones de dólares- enfocado en la extracción de materias primas.
Así es que a poco que se rasque con la uña bajo el barniz de la preocupación medioambiental asoman las patitas de los lobbies: energía nuclear, materias primas, y vaya usted a saber qué más. Pero lo de verdad preocupante es el modo en que los medios han reflejado la noticia, limitándose a dictar la nota de prensa servida por la agencia de turno integrada, por cierto, en el emporio mediático de Rupert Murdoch en cuyo consejo asesor tiene reservado un mullido sillón nuestro ex-presidente.
De lo que no cabe ninguna duda es que la política internacional aplicada durante su mandato por José María Aznar –aquella supuestamente llamada a sacar a España del rincón de la historia- y las complicidades que le granjeó le están siendo muy, pero que muy rentables desde que abandonara el gobierno. Alguien incluso estaría tentado a pensar que de lo que se trataba en realidad era de sacarle a él mismo de la proverbial austeridad castellana de la que quizás hizo gala en sus inicios. Y ya que estamos en clave paradójica, no conviene olvidar que su mujer ostenta la concejalía de Medio Ambiente en el Ayuntamiento de Madrid, o recordar quién fue promovido por Aznar a la cartera de Medio Ambiente durante uno de sus mandatos, nada menos que el intachable y concienciado Jaume Matas. Vamos, que ante semejantes conversiones o tomas de conciencia por parte de nuestro ex-presidente uno casi preferiría constatar, ya puestos, renovadas dosis de inflexibilidad aznariana.
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