Estudiar música durante sesenta años había convertido al ciudadano Köln en un ser meticuloso y excesivamente crítico con cada nota. Una noche, empujado por una amiga y a regañadientes, entró en la ópera después de treinta y cuatro años sin asistir y se sentó a escuchar a una joven chelista. La interpretación de la pieza fue tan impecable que no pudo hacer ni una sola corrección. Fue tal la impresión, que sus cuerpo había perdido todo control sobre sí y una amenazadora calidez cubrió sus pantalones. Avergonzado y asustado, decidió esperar a que todo el mundo saliera del auditorio para evitar que nadie percibiese la incómoda situación. Desgraciadamente para él y el resto del público, nadie se levantó de su asiento.