Soy ciego. Y también sueño. Como todos los mortales. Esta vez, con un extraño ser, pequeño y narigón, al que sus padres, si los tuvo, llamaron Críspulo, extraordinario habitante de un sueño en el que me convertía en un recaudador de contribuciones invidente. Los súbditos del extraño país en que trascurría mi fantasía eran felices. Mi ceguera les permitía engañarme y sus declaraciones de hacienda resultaban siempre negativas, por lo que, casi siempre, pagaba en vez de cobrar. El país se empobrecía año tras año y tuve que pedir al rey que hiciese algo y éste, un rey bondadoso y algo tonto, hubo de acudir a una casa de empeños y dejar allí su corona, a cambio de unos millones de maravedíes, que así se llamaba la moneda del país. Críspulo, que vagaba, sin nada que hacer, por los pasajes de mi inconsciencia, sintió una gran pena ante aquella situación y quiso intervenir – Yo puedo ayudarte – me dijo - ¿Quién eres tú – pregunté, apuntando con mi bastón blanco en dirección a la voz desagradable de Críspulo – Eso no importa, no me conoces – explicó éste – pero he visto al rey empeñando su corona y eso no está bien – amonestó, engolando su voz a la manera de un personaje sabio y respetable. - ¿Y qué quieres que haga yo, buen samaritano que acudes en mi socorro, ciego como soy y objeto de la insolidaridad del populacho? – pregunté, ante la inesperada aparición – A partir de ahora, yo seré tus ojos y tu calculadora, y haremos unas inspecciones de cagarse – Críspulo, como podrán comprobar, era un tanto mal hablado – y el Rey recuperará su corona. – Quedé sorprendido por la fácil verborrea del intruso de mis oníricas fantasías y pregunté - ¿Y qué conocimientos tienes tú, desconocido amigo, de los entresijos de la fiscalidad? – A lo que Críspulo respondió – Hace ya tiempo que realicé un master en la Universidad de Negocios Laberínticos, con muy buen aprovechamiento, dicho sea de paso - Dudé de las pretendidas credenciales y del ofrecimiento de mi invisible protector – Déjame pensarlo – sugerí, y volví a sumergirme en el sueño inquieto de los inspectores de hacienda. Por la mañana, olvidados mi ceguera, Críspulo, el rey y su corona, desperté de un buen humor increíble, saludé alegremente a todos los compañeros del negociado, que se miraron, un tanto extrañados, puesto que yo era, por lo general, un ser bastante adusto. Después me concentré en la primera inspección del día, una casa de empeños. Me recibió un anciano ataviado con una especie de jubón – ¿Es usted el propietario? – pregunté a la par que me identificaba – Julián Pozuelo, Inspector de Hacienda – Se retiró el hombre, en silencio, hacia la trastienda. Mientras, aproveché para curiosear en las vitrinas. Entre los numerosos artilugios, destacaba el brillo de una corona de oro. La estaba contemplando cuando apareció un hombre alto, fornido, con largos cabellos sujetos en cola de caballo y que blandía un bastón blanco de invidente. Un repelente enano narigón le tomaba del brazo. - ¿Qué se le ofrece, caballero? – inquirió el dueño de la casa de empeños – Permítame que me presente – dije, mostrándole mi identificación – Julián Pozuelo, vengo a realizar una inspección fiscal de su establecimiento – y añadí – Necesitaré revisar una serie de documentos - El hombre desapareció de nuevo en la trastienda, siempre acompañado del enano y aproveché para examinar con más detenimiento la corona que tanto me había llamado la atención – El enano narigón apareció detrás de mí, silencioso como el movimiento de una pluma – Esto no es así, tío – me dijo – El ciego tenías que ser tú – Sorprendido por la aparición y el comentario, desperté. No se si aún era de noche. Palpé con la yema de mis dedos mi reloj especial. Aún tenía tiempo de seguir soñando. Mi lazarillo, Críspulo, no llegaba hasta varias horas después, para ayudarme a llegar hasta la puerta de la delegación de hacienda donde vendía mis cupones.