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ISSN 1989-4163

NUMERO 17 - NOVIEMBRE 2010

Un Paquete de Casa

Jesús Zomeño

         Un paquete de casa:

Mi padre manda unas botas viejas. Son las mismas con las que él avanzó hacia Paris en 1870.  Me aprietan un poco. Puede que con el tiempo caminen solas. Es la voluntad de mi padre.

Mi madre, tan religiosa, añade un puñado de trigo. Es el símbolo de la vida. Si lo esparciera por el suelo perdería su alimento pero germinaría aunque yo no estuviese aquí para recoger la espiga. No queda esperanza, prefiero comerlo ahora. Es difícil de masticar pero no sirve para otra cosa.

Dos monedas en el paquete. Bueno, son tres porque hay otra entre las dobleces del envoltorio. Nuestro vecino, el señor Dieter, es generoso. Cree que en el frente es más fácil comprar tabaco. Las monedas no se mastican, tampoco germinan si las tiro al suelo. En todo caso es agradable la sensación de llevar dinero en el bolsillo, uno se siente civilizado.     

Mi hermana ha echado un retrato de su novio. Un extraño al que conoció por la calle. Ruega que le cuide si lo encuentro y que haga todo lo posible para que él sobreviva. Me pide, por último, que le devuelva la foto porque no tiene otra. La rompo en trozos pequeños y si tuviera alguna aquí también rompería la foto de mi hermana.

Mis tíos han viajado a Viena y mandan una fotografía suya, como si su alegría fuese contagiosa. Están en el Prater, con la noria al fondo, a punto de subirse a dar vueltas sin moverse del sitio. Así son ellos, puro entusiasmo sin llegar tarde a la cena. Parece que él se ha comprado un sombrero bombín y ella también se ha comprado otro sombrero nuevo. El mundo se renueva para los dos cada vez que cambian de sombrero.

Comida. De parte del carnicero me llega media salchicha y una nota en la que mi padre me advierte que él ya hizo su trabajo cuando llegó a Paris en 1870 y por eso tenía derecho a comerse la otra mitad.

Mis dos amigos del instituto, Hackett y Bergen, fueron juntos a visitar a mi madre para preguntarle por mi. Aprovecharon para enviarme unas cosas.

Hackett regresaba al día siguiente con su destacamento en el sur de Bélgica. Arrancó una hoja de su  Biblia y escribió la palabra “esperanza”.  Es la hoja del Evangelio que relata el milagro de los panes y los peces. Es como si la aspiración de Hackett fuera multiplicarse por diez, cien o hasta por mil; como si al multiplicarse se camuflara entre tantos para salvarse intentando huir porque ya se sabe que al final sobraron panes y también peces.

Bergen ha perdido un ojo y la mano derecha. Ahora se siente a salvo porque no tiene que volver a la guerra. Sus mutilaciones son un refugio. En algún lugar de su casa ha escondido una lata de conserva y se siente protegido en el interior de esa lata cerrada. Me envía una hoja de la revista “Simplicisimus”, fechada en Munich el 19 de septiembre 1916. Anuncian un producto llamado “Egotón” que por 7,5 marcos pega a la nuca las orejas de soplillo. En plena guerra es la preocupación de la juventud alemana: evitar que las orejas sobresalgan demasiado del sombrero. Creo que lo que Bergen intenta decirme es que no me esfuerce demasiado, que pase lo que pase la vida seguirá para los que sobrevivan. Él lo ha conseguido.

Mi hermano pequeño ha metido en el paquete dos soldaditos de plomo para que me escolten y me protejan, aunque por la posición de tiro más bien parece que vayan a fusilarme. De todas formas no los quiero, no puedo aceptar la tarea de custodiar aquí la inocencia de mi hermano. Tengo que devolvérselos.

Un par de calcetines de lana gruesa para el frío. No traen nota de remite, las necesidades nos avergüenzan. Son unos buenos calcetines. Reconozco en ellos la lana de mi jersey azul. Conocí a Ilse en la pista de baile que había junto a la academia de mecanografía, era una chica triste a la que di muchos abrazos mientras la quise. Ahora abrigará mis pies aquella lana con la que la rodeaba.

Una botella de grog que añade mi padre con instrucciones de que me la beba con los compañeros cuando entremos en París. Para él el mundo tiene dos habitaciones: en una habita él y la otra es la que imagina dentro de su bolsillo.

Nada más. Poca comida, casi todos regalos inútiles, apenas una sonrisa. Me es difícil reconocerme en estas cosas. Creo que debiera haber negado mi nombre, haber dejado pasar de largo este paquete. Me levanto y le pregunto a Zelig por lo que le ha recibido de casa. Contesta que nada y sigue fumando. A eso me refiero, a lo bueno que es que te dejen en paz si no te comprenden.

Bengalas. Las primeras bengalas anuncian que la noche será larga. Las patrullas salen de la trinchera en busca de prisioneros. Puede que los franceses intenten lo mismo.

Alerta, hay que estar alerta. Cuando vuelvo a mi posición tropiezo de nuevo con el paquete. Pienso en lo que nos separa, en la piedra que debo arrojar a su ventana ahora que el mundo sigue su curso y ellos continúan durmiendo.

Aprovecho el mismo embalaje:

Una piedra del suelo para mi madre, para que no eche de menos al hijo que ya no es el mismo.

Una piedra para mi hermana, para que comprenda que el mundo no tiene una forma definida, que es imprevisible y que el amor depende más del azar que de la voluntad. Puede que así no eche tanto de menos a su novio cuando le maten.

Una piedra para mi vecino, para que la deje caer al suelo y que al golpe en el techo de mi casa todos en ella al sobresalto se acuerden de mi en la guerra. También para que él tropiece con la piedra al día siguiente y caiga y no me olvide.

Una piedra para mi hermano, para que la lance y después dé la espalda a los cristales rotos porque seguro que yo habré pagado ya con creces todas sus culpas.

Una piedra para mis tíos, porque a ellos siempre les hacen falta piedras para levantar en torno suyo más altas las murallas que les protegen del exterior.

Una piedra para mi amigo Bergen, porque él sabe lo que quiero decirle.

Otra piedra para Hackett,  para que la lleve siempre consigo y que no la tire hasta que deje de sentir miedo. Puede que así aprenda el sentido práctico del valor.

Y a mi padre, un puñado de arena.  Un puñado de polvo de este suelo para que, intrigado e incrédulo, lo destile despacio de una mano a otra en busca de lo que contiene,  porque él no entiende el simbolismo de las cosas y tampoco me ha comprendido a mi.

Un puñado grande que le requiera su tiempo para que, con ese reloj de cuello estrecho que consiste en creer que la vida no nos empuja sino que pasa a través de nosotros, destile despacio de una mano a otra la arena.
Vaya cambiado la arena de una a otra mano hasta que se pierda toda en polvo y no quede nada ante él, orgulloso y poderoso como el país entero, inmune al dolor y a las circunstancias.

 

Miracoloso

Imagen: Miracoloso

 

 

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