Le comento a un amigo el argumento de la novela que me gustaría escribir; la única que escribiría hoy en caso de que el otoño removiese algo más que hojarasca. Obsérvese que no digo “me dispongo”, es decir, que esta vez la amenaza es de segunda y no tiene visos de prosperar. Para mi sorpresa, me responde que está aburrido de ciertos temas, que quiere algo distinto – él sí que utiliza el verbo querer, sin sonrojo, tratándome como a una máquina expendedora-. En definitiva: que ya que no creo por dinero, sino por vicio, que incube algo que le excite la neurona. Me quedo sin habla, y acto seguido me pregunto si quiere leerme a mí, en un argumento diferente, o si simplemente demanda otro tipo de información. Neutrinos, agujeros de gusano, teoría de las cuerdas, rollo Punset. Como le respeto demasiado, no respondo lo que debiera; que la escritura, como cualquier otro arte, nace de una pulsión interna, y que si esa pulsión interna se sustenta en estudios de mercado, no es pulsión, sino negocio. Sí, ya sé que hay escritores que antes de encender el ordenador conocen en porcentajes el interés que suscitan los magos adolescentes, los líos de cálices y monjes trastornados y las rubias cornudas en trámites de separación, pero ese no es mi estilo, ni mi interés, ni mi paraguas estético. Y así me va. (La verdad: no siempre acierto a interpretar las etiquetas de “outsider” o “francotirador”. En la periferia sopla el cierzo y no gastamos incondicionales).
En un país que cada día se parece más a Suiza, donde lo que no es obligatorio está prohibido, donde se me dice desde el minuto uno dónde puedo fumar, dónde someterme al dress code, dónde hablar euskera o catalán, dónde y cuándo ser ecologista o multicultural, dónde escolarizar a mis hijos, dónde jugar a ser progre, dónde y cuándo ejercer de tolerante (aborrezco la palabra, sobre todo si se ahorran el adjetivo modificador), y donde ser eternamente joven y guapo es casi un imperativo legal, sólo me falta que los amiguetes me soplen los argumentos en el oído, porque si no, no.
Enough is enough!
Jamás se me ocurriría sugerirle a un escultor que dejara los bustos y se dedicase a esculpir palomos gigantes o gordas curvilíneas. Ni a un pintor pedirle que cambiase la abstracción o el retrato hiperrealista por los bodegones. No le pediría a Agatha Ruiz de la Prada una colección discreta ni a Llongueras contenida moderación. Léeme o no me leas, que nunca te he puesto una pistola en el entrecejo, pero, por favor, no me digas lo que “tengo” que escribir. Yo, al contrario que Linda Evangelista y otras compañeras de camada, sí me levanto de la cama por menos de 10.000 dólares. Yo no quiero salir de pobre, me invento mis propias historias e irradio, ¡hay que joderse!, cotidaneidad.