La palmera se inclinó. Qué lindo gesto. No fue por el Sol, ciertamente, ya que otras madrugadas habían acontecido y nadie la vio inclinarse tanto como ante el paso de la serpiente con marcas doradas. Esa mañana, debo admitir, fue muy luminosa. Tal vez el Sol estuviera en uno de esos ciclos. O el campo magnético terrestre fuera más intenso. Pero la serpiente pasó con su reptar respetuoso, casi solemne sin llegar a la pompa y la palmera se irguió, demostrando así que, fuera lo que fuese lo que hizo que se postrara, la hipótesis científica debía responder a la secuencia temporal del paso del reptil.
Nosotros, los monos de la palma, aprovechamos para subirnos a ella y colectar tantos dátiles como pudiéramos. Oportunidades como estas no eran concebiblemente probables y, aunque luego estuviéramos a más altura que lo que nunca hubiéramos estado, nunca nuestra cosecha sería pingüe como ésta.
No calculamos la violencia del retorno palmar a su equilibrio vertical. Muchos compañeros fueron despedidos cuando alcanzó su menor flexión, allá arriba. Alguno murió, lamentablemente. Otros apenas salvaron su vida a costa de perder tantos huesos que su sobrevida fue breve y cruzada de horribles dolores. Los que estamos arriba, temblando de miedo a semejante altura, aborrecemos ya de los dátiles que llevamos comiendo en todos estos meses. Algunos parientes están buscando a la serpiente sagrada, mientras nos piden que mandemos dátiles para abajo explotándonos un poco miserablemente. Ellos creen que se repetirá el evento si logran que la serpiente repita su desfile y que esto nos salve. Quién sabe. Hay eventos únicos, irrepetibles y tal vez aparecimos acá por esa clase misteriosa de milagros dañinos. Pero no estoy en condiciones de predecir experimentos científicos ahora.