La historia de la literatura, como otras disciplinas del arte, está repleta de casos curiosos en los que autores dotados de talento se malograron en la cúspide de sus trayectorias, quedando sepultados por la pátina inmisericorde del olvido, o bien dejaron de escribir por iniciativa propia, abrazando esa misteriosa decisión rulfiana que se ha venido definiendo en los últimos tiempos como conducta “bartleby”, haciendo alusión al famoso personaje de Melville que ante cualquier obligación “prefería no hacerlo” y que Enrique Vila Matas acuñó en su libro “Bartleby y compañía” en 2000.
Ignoro de dónde procede mi fascinación por los olvidados, los raros, los fracasados o los malditos, no sólo en literatura sino también en pintura, cine o música. Sin duda poseen un atractivo mucho mayor que el del triunfador, siempre tan predecible. Quizá sea que uno se reconoce y se refleja en ellos, en sus vidas a veces dolorosas o miserables, a veces marcadas por una suerte puñetera, meandrosa y esquiva. Pero, por encima de todo, siempre me obsesionó comprender los mecanismos por los cuales un artista llamado al éxito acababa abocado al fracaso, al aislamiento (voluntario o no) y no pocas veces a la destrucción física o psicológica. Las causas son múltiples y variadas, en ocasiones debidas a naturalezas proclives a todo rechazo social hostil o conformista, otras a la ceguera, la ignorancia, los prejuicios y la falta de criterio de toda una sociedad.
Siempre es difícil comprender por qué buenos escritores, algunos incluso excelentes, quedaron inscritos para siempre en las listas de la ignominia mientras otros, no necesariamente mejores, se llevaron las rosas y los laureles y quedaron de algún modo perpetuados. Supongo que por eso, por un raro afán de justicia, siempre preferí juzgar los aceptados cánones literarios por mí mismo, motivo que explicaría bastantes de mis inusuales lecturas y mi frecuentación de autores que hoy –salvo contadas excepciones- apenas nadie recuerda. En castellano existen algunos malditos clásicos, bohemios a la vieja usanza, que han sido reivindicados hoy por autores actuales, casos como los de Pedro Luis de Gálvez, Eliodoro Puche, Silverio Lanza, Armando Buscarini, Carmen de Burgos, etc. Pero no es necesario remontarse un siglo atrás, los hay más cercanos. Basten, seguidamente, un puñado de ellos, curiosidades bibliográficas para lectores que no se conformen con el best seller vaticanesco o el planetilla de turno.
José Mª Sanjuán
Descubrí a Sanjuán en una añosa antología de los míticos premios Hucha de Oro de cuentos, en los tiempos en que me dio por rastrear en el subsuelo del cuento español de los años 1960-1970. El autor, nacido en Barcelona en 1937 y periodista de profesión, aparecía fotografiado en una cama mientras sostenía el trofeo del premio citado. Eso llamó mi atención. Indagué un poco y descubrí que Sanjuán padecía entonces un sarcoma en una pierna que le mantenía postrado en cama. En 1963 había ganado el premio Sésamo de novela corta por “Solos para jugar”. En 1967, ya muy enfermo, su novela “Réquiem por todos nosotros” obtuvo el premio Nadal, aunque el autor apenas pudo disfrutar de ese éxito porque falleció pocos meses después con sólo 30 años.
Creo que fue en el invierno de 1993, durante el cual prácticamente me enclaustré varios meses en un cuarto del que salía apenas para comer, cuando leí, sorprendido, “Réquiem por todos nosotros”, una obra con intención de retrato generacional, pesimista, desencantada, ajena a los moldes de la novela realista aún imperante en la España de 1967. Conocedor de los aires revolucionarios que recorrían Europa, y próximo el advenimiento del Flower Power estadounidense del 68 y el Mayo Francés con sus utopías, Sanjuán supo captar la ingenuidad de esa nueva juventud e incluso predecir su hastío, su decepción y su fin. Sorprende que en su precario estado de salud, el autor fuera capaz de escribir una obra tan viva, que leída hoy supera con aprobado alto el siempre severo examen del tiempo. Por eso no deja de resultar incomprensible el hecho de que no haya vuelto a reeditarse ni ésta ni ninguna otra de las escasas obras (dos libros de cuentos y otras 2 novelas) que dejó Sanjuán, un más que notable autor olvidado por completo.
Julián Ayesta
El del gijonés Julián Ayesta Prendes (1919-1996) es uno de los casos de abstención literaria más curioso de nuestras letras. Diplomático de carrera, escribió varias obras teatrales, un puñado de cuentos y un inclasificable libro llamado “Helena o el mar del verano”. Y tras eso siguió un silencio que duró hasta su muerte.
Publicada por la revista Ínsula en 1952, “Helena o el mar del verano” circuló desde el principio entre un reducido número de lectores que la consideraron una obra extraordinaria y alimentaron su mito de libro raro y difícil de encontrar. La obra es muy breve, apenas 87 páginas, por lo que difícilmente se la puede considerar una novela ni tampoco un cuento. Se trata de un relato breve de una sutileza y lirismo que rompe con todo lo que se escribía en España en los años 50, una obrita intencionadamente bella en el más amplio sentido de la palabra, llena de imágenes sugestivas, palabras bruñidas de luz y una atmósfera irreal que remite al cuento infantil sin acabar de serlo. Todo en ella, incluido el argumento, es mínimo y simple. Cuenta la relación entre el joven narrador y Helena, una pre-adolescente rubia, hermosa y juguetona, a lo largo de unos idílicos veranos donde sus respectivas familias veranean juntas. Ayesta, con una sensibilidad casi poética y apenas sugiriendo, levanta poco a poco un particular homenaje al primer amor, donde la nostalgia de su naturaleza efímera, pero también la esperanza de la felicidad, se dan la mano.
Descubrí esta obra hace muchísimos años al leer un fragmento de ella en la mítica antología de cuentistas españoles de García Pavón. Recuerdo que también yo era apenas un adolescente entonces y la magia de aquellas pocas líneas me llenó el pecho con la intensidad de una ráfaga de aire cálido, diáfano y primaveral, que parecía hubiera entrado por la ventana anunciando un largo verano de juventud.
En el año 2000 la editorial Acantilado volvió a reeditar “Helena o el mar del verano” y para algunos fue un descubrimiento. La recepción fue entusiasta. Un crítico de El País la catalogó, algo exageradamente, como “uno de los diez libros más importantes de la narrativa española del siglo XX”. Volví a leerla, emocionado, tantos años después. Pero supongo que uno ya no era el mismo que entonces, y mi capacidad de asombro tampoco. La obra seguía siendo una pequeña joya, repleta de ingenuidad y armonía, pero no dejaba de ser también un libro fuera del tiempo, un poco al estilo de “Las cosas del campo” de Muñoz Rojas, obras ambas muy alejadas –por desgracia- de la sensibilidad actual, y por eso mismo esenciales y llenas de encanto.