¿Para qué sirve la literatura? ¿Por qué leer? Es una pregunta recurrente a la que han de hacer frente los escritores en numerosas entrevistas. Y, a juzgar por las respuestas que origina, no parece una cuestión sencilla de abordar. Por ello uno no pierde la esperanza de ver algún día a un trapecista sometido a la preguntita de marras o, ya puestos, a un trompetista: ¿Para qué sirve la música? ¿Por qué escuchar el sonido de una trompeta?
Y lo curioso es que, al fin y al cabo, leer puede resultar de lo más útil. Pensemos por ejemplo en las novelas policiacas, por otra parte tan en boga estos días. Gracias a ellas todos sabemos que a la hora de afrontar la autoría de un crimen las pesquisas van siempre dirigidas hacia aquellos que pueden resultar beneficiados por el mismo. Pues, bien, basta aplicar esa misma teoría a muchos asuntos de índole desconcertante o preocupante, esos que copan la actualidad, para poder llegar a conclusiones por uno mismo.
Pensemos en un caso que pueda servir de ejemplo: la tan temida gripe A. No hace tantos meses, allá por primavera, se nos anticipaba un otoño apocalíptico por causa de la pandemia de la gripe A. Los padres temblaban sólo con pensar en el trance de llevar a sus hijos al colegio y, quien más, quien menos, sudaba al anticipar toses próximas en el metro o en el autobús. La alerta ocupó amplios espacios en los medios de comunicación y no era raro ver a los máximos responsables de la sanidad en dichos medios dando la impresión, con sus reuniones y declaraciones, de estar trabajando a destajo para prevenir los efectos de la catástrofe antes de que ésta se propagara.
El lector de novelas policíacas, aplicando el famoso método de inducción, se preguntaría quiénes salían beneficiados por la alerta sanitaria y el temor que ésta producía en la población. Dirigiría entonces sus sospechas hacia tres estratos bien definidos: las empresas farmaceúticas, que se lucrarían con la comercialización de los remedios necesarios para combatir la enfermedad; los medios de comunicación, que atraían el interés general gracias a la alarma causada; y, finalmente, el gobierno, que conseguía de ese modo distraer la atención sobre asuntos de tanta o mayor gravedad en los que tenía una evidente responsabilidad.
Pero he aquí que bien entrado el otoño la gripe A no rivaliza en la atención general con el desarrollo del campeonato de fútbol de segunda división, lo que no deja de resultar chocante cuando hace sólo unos meses cada fallecimiento en nuestro país a causa de la dichosa gripe venía recogido en detalle en prensa, radio y televisión. Dicha paradoja descarta, por tanto, a los intereses de lo medios de comunicación como responsables de la alarma creada. Tampoco al gobierno se le ve estos días haciendo aspavientos al respecto como si nuestra salvación, nuestra supervivencia, dependiera del ejercicio de su acción política.
Ello nos permite aislar, por tanto, al principal sospechoso de todo lo sucedido: las empresas farmacéuticas, con la connivencia interesada o no de la Organización Mundial de la Salud. Si hoy reina la tranquilidad es, en gran medida, al hecho de que se han tomado medidas preventivas y el país está bien provisto de vacunas y de medicamentos a fin de hacer frente a la pandemia. No hace falta decir que estos han sido adquiridos a los gigantes farmacéuticos que ostentan la patente de dichos medicamentos, reportándoles pingues beneficios. Y tampoco deja de ser curioso que la alarma se produjera con unos meses de antelación respecto al momento en que se preveía la escalada de contagios, con el tiempo justo para abastecerse de los remedios más eficaces para combatir sus efectos. Basta pensar que la vacuna contra la gipe A estará disponible para la ciudadanía justo, justo, en el mes de noviembre, coincidiendo con el momento en que el clima se vuelve más riguroso y se espera que el virus devenga más activo. Tampoco hace falta decir que si al final dichos remedios resultan inútiles porque los efectos de la temida pandemia no se corresponden con la alarma creada, las empresas farmacéuticas no devolverán el dinero a los gobiernos.
Por supuesto, todo esto no dejan de ser conjeturas, ociosas cábalas propiciadas por la lectura de novelas policíacas. Y dicen que no conviene, que puede ser peligroso, confundir la ficción con la realidad. Al final queda la duda de saber si quienes hacen esta afirmación son los mismos que se preguntan en alto para qué sirve la literatura.