María entró a la cocina, revolvió el primer cajón de la mesada y tomó fuertemente el cuchillo sabiendo que no había vuelta atrás.
Desde la puerta miró el pasillo y le pareció más largo y oscuro que cuando lo observaba desde su habitación, que se encontraba en el otro extremo.
Intentó caminar pero las piernas le pesaban demasiado y tuvo que apoyarse unos instantes en la pared. Desde afuera, como una señal, llegó la melodía de aquel tango que tocaron en la peatonal el día que lo conoció…“Arrabal amargo metido en mi vida, como la condena de una maldición”.
Él siempre tuvo un carácter fuerte y decidido, y fue eso lo que más la deslumbró. Tan impulsiva, como todas las mujeres de su familia, unas pocas semanas después decidió irse a vivir con él.
La música seguía llegando… “Como una nube que pasa, mis ensueños se van, se van, no vuelven más” y al pensar en su vida no pudo evitar llorar.
Se secó con el antebrazo las lágrimas, que ya habían recorrido gran parte de su rostro, y retomó la marcha lentamente hacia la habitación, como rogando que suceda algo… pero ya sabia que en su vida nunca existieron los milagros.
El infierno comenzó con humillaciones cotidianas, continúo con platos rotos y evolucionó en un primer golpe… ese, el primero, nunca lo olvidó.
Las manos le sudaban, dejó el cuchillo en el suelo y se las refregó contra el pantalón nerviosamente una y otra vez, como tratando de sacarse la piel.
El ruido de las llaves en la cerradura, una hora en el reloj, un aroma, eran pequeñas cosas que incitaban un miedo irracional. Trataba de recordar, pero no sabía bien en que momento esto empezó a ser habitual.
Tomó el cuchillo, pero era tal el temblor en su cuerpo que se le cayó, intentó controlarlo pero no podía. De niña, su abuela, le cantaba una canción y empezó a murmurarla “Samba lelê tâ doente tá co/a cabeça quebrada…” y luego se conformó con tatarearla.
Al principio, intentó justificarlo, culpándose ella por los errores que generaban rabia en él. Cada día se esforzaba por hacer las cosas mejor y había decidido hablar sólo lo imprescindible, pero todo eso no alcanzaba, algo siempre estaba mal. El amor se transformó en repulsión. Esperaba hasta que se durmiera para ir a la cama, pero mucho no le valió; apenas él se dio cuenta de lo que ella intentaba, más insistente se volvió y el obligarla a tener sexo se transformó en su mayor satisfacción. Ella nunca se refirió a eso como una violación.
El aire era denso, el calor dificultaba la respiración y sentía que el pecho le iba a reventar, pero continuó caminando. Le faltaba poco para llegar, ya podía escuchar sus ronquidos cortados y su olor, ese olor que le producían náuseas.
Unos meses atrás había experimentado otras náuseas, y luego de un test confirmó el embarazo. Cuando se lo contó, él le dijo que ya conocía a las mujerzuelas como ella que intentan meterle un crío al primer pelele que se les cruza. Nunca más se habló del tema.
La puerta rechinó pero eso no lo despertó. Lo miró, pensar que alguna vez lo amó. Sintió un fuerte dolor y se puso la mano en su vientre vacío.
Empuñó el cuchillo y con todas sus fuerzas se lo clavó. 47 puñaladas no calmaron su pena, pero estaba convencida que una muerte sólo se paga con otra.
Maria, cansada, llena de sangre se sentó en el suelo y comenzó a cantar “Malena canta el tango como ninguna y en cada verso pone su corazón. A yuyo del suburbio su voz perfuma, Malena tiene pena de bandoneón....”.