Miró por la ventana y vio que la mujer que se detuvo junto al semáforo sobre el vértigo de sus tacones le había plagiado el rostro. Aquella desconocida tenía sus mismos ojos, oblicuos y azules… Y su misma nariz, su extraña mandíbula de perfil afro y tez caucásica, el lunar incitante, el cabello largo y oscuro, la frente esperanzada… Hasta el mismo disfraz de carmín en los labios. Sí, era el mismo rostro que vivía en su espejo. La mujer de los tacones cruzó a toda prisa el paso de cebra con los brazos firmemente cruzados en un intento ineficaz por cerrarle el paso hacia su cuerpo a ese frío que en noviembre le va creciendo a las aceras. Y se marchó, calle abajo, fundiéndose con el oleaje urbano, abrigando el gesto seguro de quien cree tener el tiempo a su servicio. Marcaba el paso con un ritmo de marea vertical y presurosa y todo en su cuerpo, en su pelo, en el desafío oscilante de sus caderas, en su abrigo y el bolso de piel marrón que le golpeaba la cintura, todo expresaba una cimbreante armonía.
Se apartó de la ventana sonriendo. Con los ojos cerrados tomó de la mesa aquella fotografía que le hicieron cuando tenía diez años, la rompió muy despacio en cuatro cuadrados casi perfectos y los arrojó a la papelera paladeando el instante.
Después abrió los ojos. Y empezó a ser feliz.
