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ISSN 1989-4163

NUMERO 07 - NOVIEMBRE 2009

 

Fin de Trayecto

Gracia Iglesias

¿Quién es este hombre? ¿Por qué me sonríe? ¿Por qué me sigue?

Entró en el vagón al mismo tiempo que yo y un joven le cedió el asiento, yo sólo asentí mirando al chico en un gesto de aprobación; son tan infrecuentes los detalles de cortesía como ese. Pero desde entonces este hombre no ha dejado de mirarme con una sonrisa que se me hace grotesca. Al llegar a mi destino he sentido esa mueca pegada a mi espalda y los pasos del anciano justo detrás de mi, encaminándose a la misma salida del metro.

Ya sé; hay miles de personas que hacen el mismo trayecto a la misma hora, toman el mismo tren, muchas veces coinciden en el mismo vagón, bajan en la misma estación al mismo tiempo e incluso salen a la calle por la misma puerta. Lo sé. Pero eso no me quita la sensación incómoda de escuchar unos pies arrastrándose a mi espalda.

En una ocasión salí del tren con prisa, subí la escalera trepando los peldaños de dos en dos y me abalancé al exterior empujando con fuerza la pesada puerta de cristal y acero que, tras mi paso, quedó abandonada a su inercia asesina. Ni siquiera miré si había alguien detrás. Una mujer que hacía el mismo camino que yo a un ritmo mas pausado recibió en las narices la bofetada atroz de la mampara y se cayó rodando escaleras abajo. A consecuencia del brutal impacto ocasionado por mi aciaga carrera, la víctima —debía de tener más o menos mi edad, unos 30 ó 35 años— se rompió la nariz, dos dientes, un brazo y el tobillo derecho. Creo que también se fracturó alguna costilla. Por supuesto me quedé junto a ella hasta que vino el Samur, comida por la angustia, y di mis datos a los médicos y al guardia de seguridad. Llegué tarde al trabajo y a mis citas urgentes y un oscuro sentimiento de culpa me amargó la saliva durante todo el día.

A la mañana siguiente llamaron a mi casa de una comisaría cercana al hospital al que se había dirigido la ambulancia. Imaginé que la mujer me habría denunciado por agresión o por aquello que los jueces llaman “imprudencia temeraria”. Pregunté por la desconocida y me informaron de que ya no estaba ingresada. “Si quiere —dijo cortésmente el agente, al otro lado del teléfono— puede pasar por aquí a recoger sus efectos personales”. Me quedé helada. “¡Ha muerto!” pensé “¡y creen que soy alguien de su familia!”. El policía notó la congoja en mi voz cuando le pregunté cómo había sucedido. “Bueno —dijo— ocurre con más frecuencia de lo que pueda figurarse”, el desconcierto me dejó sin habla y él agregó “no siempre trabajan en grupos, a veces, cuando el vagón va lleno eligen a una víctima apresurada y de aspecto distraído, meten la mano en su bolso o su mochila y sacan todo lo que pueden; el móvil, la cartera..., luego salen como si tal cosa y hasta procuran enterarse de la ruta habitual de esa persona para avisar a otros colegas. A veces, como ahora, les pillamos, pero siempre vuelven a la calle”.

Por supuesto, el hombre que me sigue hoy no es ningún ladrón, ni un violador, ni criminal alguno, es tan sólo un anciano que apenas si levanta los pies al caminar. Pero precisamente eso es lo que más me atormenta, el sentirme obligada a andar despacio, a no permitir que me pierda la pista porque me está observando y me sonríe, a no actuar de forma descortés o violenta y a mantener sujeta la puerta asesina antes de que pueda derrumbarle de un golpe.

Fingir que tengo prisa, hacer un gesto ambiguo y empezar a correr no serviría de nada aunque él quedara atrás, muy lejos, dando pasitos cortos y arrastrando unos zapatos sucios. Porque es a su vejez a lo que temo y esa me alcanzará tarde o temprano. Siento cómo se acerca en este instante, mientras hablo; cómo mientras camino va pasando el tiempo. Tengo setenta años, entro en el metro, alguien me cede el sitio, una joven me mira y me sonríe, la miro, sonrío, sigo mirando con los ojos rojos y decido seguirla.

 
 
Naia del Castillo

 

 

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