“En la escritura de mis redacciones, que se parecían a un relato tonto, lo más importante era sobrevivir y luego recordarlo” (p. 148), afirma al final de su cuaderno infantil el narrador –homónimo del autor- de El papel de mi familia en la revolución mundial, obra del escritor croata Bora Ćosić, en el relato de su infancia en el Belgrado de mediados del siglo XX, revivida por obra y gracia de la evocación de sus memorias.
En esta nouvelle, pues, en forma de memorias escolares, el punto de vista ingenuo e irracional del niño a punto de dar el paso al mundo adulto –“¿Por qué no puedes seguir siendo niño?” (p. 151)- determina la heterogeneidad -inconexa e incoherente- de la narración: “Todo esto sucedió de manera increíblemente confusa; fue un gran barullo, pero fue así. Así o aún peor” (p. 151), o “He olvidado muchas cosas; las que han quedado están mezcladas entre sí” (p. 126); “Lo que recitábamos era incomprensible, pero en general se refería a la revolución mundial y a nuestro papel en ella” (p. 103).
Una técnica, ésta, adecuada –“necesaria”, diría Vargas Llosa en sus Cartas a un joven novelista- para describir el caos de la Yugoslavia de la II Guerra -y Posguerra- Mundial: “Esto sucedía hacia la mitad del siglo XX, un poco antes y un poco después de dicha mitad” (p. 149). Y así, el ir y venir de los totalitarismos sobre -la antigua- Yugoslavia –“Habíamos visto oficiales de antes de la guerra, soldados alemanes, comisarios partisanos, y conductores de carros rusos de combate” (p. 151)- proporciona un hilo histórico que sirve de guía por el laberinto del descubrimiento del mundo del narrador en el seno de una familia tan atípica como pintoresca. Una excéntrica y atrabiliaria empresa –o unidad de producción- familiar –“sigo pensando que la vida en familia es una profesión, aunque se tome a broma” (p. 126)- que percibirá la ocupación nazi como un hecho fragmentario y externo a su cocina, antes del triunfo comunista –y Kundera ha recordado en Un encuentro que Serbia fue la única nación europea que se liberó a sí misma de la ocupación nazi-, vivido éste como una ocupación absoluta hasta la cocina.
Y, en clara consonancia con esa percepción, la fragmentariedad de unas redacciones atomizadas en 20 capítulos que exigen al lector un amplio margen de confianza en un principio –la ocupación nazi, ajena y distante- hasta irse dotando de unidad temática y una mayor cohesión narrativa a medida que la presencia ominosa de los partisanos se adueña de la casa común, expulsándolos de la casa tomada al realojamiento en un sola habitación –y donde la sátira hacia los propios liberadores resulta mucho más cáustica-.
Si es cierto que lo universal es lo local sin paredes, bien vale esa cocina de los Ćosić –“nosotros seguíamos convencidos de que participábamos en un trabajo muy importante al construir una nueva sociedad de una forma interna, casera, en la cocina” (p. 126)- como puesta en abismo de la realidad sociopolítica de aquella Federación Yugoslava –“Nosotros seguimos los acontecimientos de esta cocina como si sucedieran en el cosmos o en la naturaleza” (p. 123)-, en una identificación del micro y macrocosmos muy del gusto del estilo grotesco festivo caracterizado por Bajtin en La cultura popular.
Y lo vincularíamos, a pies juntillas, a tal concepción carnavalesca porque, a pesar del sufrimiento –“y sin embargo el hombre sigue sufriendo sin saber la razón” (p. 138), explica Mamá en un eco de “Los hombres mueren y no son felices”, del Calígula de Camus-, hay un vitalismo innato en la familia Ćosić que supera cualquier adversidad con las armas del humor autoirónico o sarcástico, dirigido contra el nihilismo del Poder –ya sea a propósito de las purgas y depuraciones, ya de la autoinculpaciones públicas, esa confesión comunitaria ante el comité de defensa del Pueblo: «“Crítica y autocrítica.” Este punto consistía en que cada uno decía algo de sí mismo y después de los demás, y se parecía a un juego de sociedad» (p. 109)-, con la risa desinhibida e iconoclasta de los de abajo, de ese cuerpo popular de la especie que no ve en la “muerte preñada” de vida sino la Utopía de la Abundancia –de nuevo, revivir para contarlo, y nunca mejor dicho-.
Ese carácter grotesco afecta, igualmente, a las formas de expresión que hacen de El papel de mi familia una novela dialogada, un relato dramático –en el doble sentido de los acontecimientos sufridos y del género tragicómico a través del que se representan-, puesto que las memorias de Ćosić tienen un neto carácter teatral de multiperspectivismo y polifonía de plaza de pueblo con su heterogéneo charloteo acotado por breves marcos narrativos o incisos descriptivos, propios del teatro del absurdo o el esperpento –“El teatro es algo único y sublime. Y nuestra vida es miserable y nada interesante” (p. 101)-.
Y a ese fragmentarismo –por no decir atomismo-, un fractal del mapa fragmentario de Yugoslavia, a ese puzzle de conversaciones como bocadillos de la 13,Rue del Percebe, corresponde un estilo entrecortado, simple y paratáctico –por no decir paraestratégico-, a medida que se suceden las secuencias disparatadas de una película de Kusturica – hay muchos ecos de estas vivencias en Papá está en viaje de negocios, del cineasta serbio-, que se hace frenético, vertiginoso, arrollador, a medida que se van pulsando los diversos registros de la vida y milagros -¿La vida es un milagro?- de ese Belgrado, como en los botones del pequeño y agrio acordeón balcánico de cartón que es El papel de mi familia para una zarabanda sonora de los gitanos de la Banda de Bodas y Funerales de Goran Bregović o de la fanfare orquestada en su día por (Josif) Tito…Puente (sobre el Drina).